Una hace años que vive en la burbuja del poder y la otra tiene un contacto fluido con la gente. Una posee una fortuna de 55 millones de pesos y la otra se queja porque no llega a fin de mes. Una ostenta desde hace más de siete años el máximo cargo ejecutivo con un poder económico y de decisión casi sin límites. La otra es una destacada legisladora y cuenta con más horas de televisión que cualquier otro político argentino.
Una tiene como enemigos a periodistas y medios críticos. La otra es una máquina de denunciar, a veces con pruebas y otras al voleo, a funcionarios y sus amigos empresarios que sacan ventaja del poder. Además, cuenta con muchos periodistas "amigos" que publican sus denuncias. Cristina y Lilita parecen el agua y el aceite. Sin embargo, tres dirigentes políticos distintos que las conocen bien y que dicen haber "sufrido" a ambas admiten que comparten rasgos parecidos. ¿Cuáles? La vanidad, el narcisismo, el ninguneo al otro, cierta tendencia al mesianismo, el desprecio por el que piensa distinto y la fantasía de que tienen una clara superioridad moral sobre el resto del universo. También la victimización y el uso especulativo de su condición de mujer para acusar de machista a cualquier dirigente varón que no piense como ellas.
No estoy diciendo que nunca tengan razón. Ni estoy negando algunas de sus virtudes. También es cierto que ambas, en algún momento, fueron atacadas de manera brutal y calificadas de locas o desquiciadas. Alguien debería detenerse, alguna vez, a observar los rasgos más salientes y coincidentes de la conducta de ambas. Hay uno, por ejemplo, que es innegable: cualquier pregunta que las incomode basta para que se consideren ofendidas y decidan no volver a hablar con el periodista, hasta que pase un buen tiempo de la "afrenta". Me sucedió, hace muchos años, cuando invité a Fernández de Kirchner a la tele y tuvo que compartir el aire con la ex primera dama Zulema Yoma. La actual presidenta era legisladora. Y Yoma se atrevió a pedirle en vivo que hiciera algo para ayudarla a encontrar la verdad sobre la muerte de su hijo. No fue un cruce tenso, pero más tarde me hicieron saber que no se había sentido cómoda, porque no lo tenía previsto o "acordado". De nada valió la explicación de que no había sido provocado sino espontáneo. Tuve la oportunidad de ver a Fernández una vez más, en su despacho del Senado, cuando Néstor Kirchner ejercía la presidencia. Todavía parecía conservar un poco de aquella tensión. Algo no idéntico pero parecido experimento, cada tanto, con las entrevistas que me concede Elisa Carrió. La dinámica siempre es la misma: ella se siente a gusto cuando practica largos monólogos y no le realizan preguntas incómodas. La última vez que sucedió fue el año pasado, cuando desarrolló la teoría de que había un autogolpe en ciernes. Que el peronismo, con sus dirigentes estelares a la cabeza, pretendía impulsar una movida parecida a la que terminó con la designación de Eduardo Duhalde como presidente por la vía de una asamblea legislativa. Cuando le pregunté qué evidencias tenía para hacer semejante afirmación dio por terminado, de hecho, el reportaje y empezó a responder con monosílabos. Todavía ahora, su encargado de prensa sostiene que Carrió no encuentra el tiempo para hablar por radio porque "está un poco enojada".
La legisladora envía esos mensajes como si fueran castigos divinos. Supone que está en una posición dominante y que los medios necesitan de ella, porque la consideran una figura convocante y que aporta audiencia a los programas que asiste. Es decir: hace uso y abuso de su presunto poder. Uno distinto y menos letal que el de la Presidenta, pero poder al fin. Y lo que es peor: no acepta la mínima disidencia y en cambio sí practica la intolerancia. Y no sólo con los periodistas. También con los dirigentes de su propio espacio que la contradicen. Graciela Ocaña, Adrián Pérez y Walter Martello la abandonaron, entre otras cosas, por eso.
Empecé a pensar en estas cosas cuando la vi por televisión anunciando su candidatura a presidente. Lo hizo de una manera un tanto mesiánica, de una forma casi idéntica a cuando Cristina Fernández explicó que no tendría más remedio que sucederse a sí misma, ante la trágica desaparición de su compañero.
"Será un gran esfuerzo, pero no me queda más remedio. Es la única manera de evitar que a la Argentina la sigan gobernando los pibes chorros", se victimizó Carrió. Acto seguido se empezó a comparar con el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich. Explicó que a la familia de su ex mujer, Sandra Mendoza, la había "matado el hambre". Que le parecía muy raro que el funcionario ahora fuese multimillonario porque cuando ella lo conoció "no tenía dónde caerse muerto". Y que mientras "Coqui" se hacía cada vez más rico ella se hacía "cada vez más pobre". Lo aclaro de inmediato: si Carrió piensa y sabe que Capitanich se enriqueció de manera ilícita lo tendría que denunciar. De hecho, tampoco parece una sospecha delirante. Pero gritarlo y además hacer "ostentación de pobreza" no me parece la mejor forma de salir a buscar votos. Haberse empobrecido en la función pública no hace a un dirigente mejor que otro. Lo presenta como honesto. Y la honestidad no es algo que se deba andar autoproclamando. Se es o no se es.
La otra característica que comparten la Presidenta y la diputada es su capacidad de destrucción política. Una, en el ejercicio de gobierno y la otra, en su dinámica para lograr el poder. Hay cierto punto de contacto entre la jefa de Estado que logró su reelección con el 54% de los votos y fue perdiendo aceptación a una velocidad inusitada, y la manera en que Carrió pasó de un caudal electoral de cerca de 20% a ese 1,8 que no se puede quitar de la cabeza. Es verdad que su estrella volvió a brillar durante las últimas elecciones legislativas, dentro de UNEN. ¿Pero quien se asociaría con alguien que, ante la mínima diferencia, te acusa de corrupto, machista, extorsionador o mafioso? Para "rescatar a la República" y construir un país mejor se necesita algo más que mostrar el dedo levantado. Y eso vale tanto para Carrió como para la Presidenta.