Tal vez la Argentina de Cristina Kirchner haya perdido la oportunidad de hacer algo en serio. El "caso argentino", como se llama en el exterior a un default innecesario provocado por la sentencia de un juez, despertó tanta curiosidad como preocupación. Una minoría casi insignificante de bonistas rebeldes consiguió que trastabillara casi el 93 por ciento de una deuda reestructurada, que estaba siendo puntualmente pagada. Lo que sucedió en el despacho del juez Thomas Griesa es un peligroso precedente internacional, que podría poner en riesgo otras reestructuraciones de deudas, actuales y futuras. Éste es el antecedente que inquieta en el mundo a importantes sectores políticos y financieros.
Pero el gobierno de Cristina Kirchner se empeña en perder la razón hasta cuando la tiene. Tiene razón cuando dice que el sistema internacional carece de una legislación para ordenar la quiebra de los países. Todas las naciones cuentan con una legislación interna que establece en qué condiciones se reestructurará la deuda de una empresa quebrada. En la Argentina, por ejemplo, una mayoría de dos tercios (66,66 por ciento) a favor de una propuesta de pago obliga al acatamiento del total de los acreedores. Eso sucede en el plano privado y en el interior del país. No hay leyes ni reglas, en cambio, para las deudas que se resuelven en el sistema internacional.
Hay, en efecto, un vacío legal en el mundo. Existe también una palpable desconfianza en el sistema institucional y judicial argentino. Intentando remediar la omisión y la sospecha, los gobiernos locales eligieron ofrecer a los acreedores la jurisdicción de los tribunales de Nueva York. Lo hicieron todos los gobiernos. La última colocación de deuda en el exterior por parte de la estatizada YPF, hace pocos meses, repitió la fórmula de someterse a la justicia neoyorquina. También Néstor Kirchner, en 2005, y Cristina, en 2010, cuando gestionaron los dos canjes de la deuda en default que hubo en la última década, prorrogaron la antigua jurisdicción de Nueva York. Los tribunales norteamericanos deciden de acuerdo con la ley norteamericana, mucho más inclinada que la argentina a comprender las razones de los acreedores por sobre las de los deudores.
El viernes, una organización internacional, la International Capital Market Association, que representa a bancos muy importantes del mundo, anunció que hará recomendaciones sobre las reestructuraciones futuras de deudas soberanas para que no se repita el "caso argentino". Aconsejará que en las propuestas de pago se incluya una "cláusula de acción colectiva", que significa, precisamente, la obligatoriedad de todos de aceptar la decisión de una mayoría calificada. Esa mayoría, estimó, podría oscilar entre el 66 y el 75 por ciento de los acreedores. En cualquier caso, la suma de las dos reestructuraciones argentinas hubiera superado esos porcentajes. El propio Fondo Monetario Internacional podría pronunciarse próximamente en un sentido parecido al de aquella asociación de bancos.
Recién despabilados, los ministros Axel Kicillof y Héctor Timerman corrieron poco después a anunciar que irían con una propuesta similar a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Tarde y mal. La primera certeza es que ninguna modificación al sistema internacional de resolución de deudas soberanas comprenderá al caso sobre el que ya decidió el juez Griesa. Esa clase de legislaciones nunca tiene alcance sobre lo que ya se ha hecho. Y lo que se ha hecho no es sólo la sentencia de Griesa y la voracidad de los fondos buitre, sino también la desidia y la inoperancia del gobierno argentino.
La segunda constatación es que la puerta elegida por el gobierno argentino no conduce a ninguna parte. Difícilmente, la Asamblea General de las Naciones Unidas o el propio Consejo de Seguridad de ese organismo (que es de seguridad y no de cuestiones financieras) puedan resolver el conflicto. Tampoco lo hará la OEA ni la Unasur ni el Mercosur ni el G-77 más China. Los únicos dos foros con poder suficiente como para cambiar el orden de las cosas son el G-20 y el FMI. La Argentina tiene sillas propias en los dos lugares, que descuidó inexplicablemente durante los gobiernos de los dos Kirchner. Peor: estuvo a punto de perder la condición de miembro del G-20 cuando le confiscó YPF a Repsol.
El gobierno argentino podría hablar en esos dos recintos con la autoridad que le confiere el hecho de haber sido víctima de un vacío legal en el sistema internacional. Podría argumentar, como lo está haciendo, que poco más del 1 por ciento de sus acreedores colocó en riesgo de cesación de pagos a casi el 93 por ciento de los bonistas que aceptaron las propuestas argentinas. Pero paralelamente debería acordar con Griesa la forma de pago de la sentencia que ya es inmodificable. No necesita pagar todo en efectivo; podría hacer una propuesta para entregar bonos pagaderos en varios años. Sólo el respeto a la ley consolidaría su autoridad moral para promover cambios ostensiblemente necesarios en el sistema financiero mundial. Si hubiera elegido ese camino, quizás habría estampado un nuevo trazo en la historia de las finanzas internacionales.
Pero eligió caminar a contramano. La actitud de la administración cristinista se parece mucho a una provocación constante al juez Griesa. El juez se resiste a ejecutar su sentencia, que es lo que hacen todos los jueces cuando tienen un fallo firme y definitivo. Es probable que sea consciente de que tal ejecución condenará a un país a un default inmerecido. Quizás entrevé que detrás de su sentencia se esconde el desmesurado interés de fondos especulativos. Sea como fuere, lo cierto es que su resolución fue ratificada por una Cámara de Apelación y que la Corte Suprema de Estados Unidos no encontró nada objetable como para tenerlo en cuenta. Así son la letra y el espíritu de la ley norteamericana. Por eso son necesarios el G-20 y el FMI. Cualquier reforma debería pasar por el Congreso norteamericano, que tendría que legislar sobre cómo actuaría la justicia de su país en los casos de las deudas soberanas.
Kicillof no deja pasar ninguna ocasión para insultar al juez, ya sea cuando habla ante los periodistas o cuando lo ofende ante los senadores argentinos. Sus discursos sobre el sistema judicial norteamericano son lo más parecido a las arengas de estudiantes cuando protestan por los comedores universitarios. Ya no tiene edad para eso.
Por presión del ministro de Economía, la Superintendencia de Bancos del Banco Central revocó también la representación local del Bank of New York, que es el banco al que el gobierno argentino le había confiado el pago a sus acreedores. No cerró la cuenta que ese banco norteamericano tiene en el Banco Central. No lo hizo, que se sepa al menos. El presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, había asegurado que no la cerraría. Griesa tomó nota, de todos modos, de que al gobierno argentino no le interesa ni siquiera conservar al agente de pago de sus deudas. ¿Qué es eso sino una incitación para que declare el default?
Todo, no obstante, podría ser peor. En círculos económicos hay una insistente versión de que Kicillof expulsaría de la Argentina al Citibank, que es el banco que consiguió una audiencia en la Cámara de Apelaciones norteamericana para el 18 de septiembre. El banco apeló una decisión de Griesa, que lo autorizó por "única vez" a pagar los bonos bajo legislación argentina que se liquidan en dólares en el exterior. ¿Qué significa esa amenaza? Un apriete. El banco debería desobedecer al juez para quedarse en el país. Ésa es la clase de decisiones que le restan autoridad moral al gobierno de Cristina Kirchner, cuando avanza más allá de la ley y, lo que es peor, de la razón.