Hoy podemos decir que este sueño ha fracasado. ¿Qué vendrá a reemplazarlo? Quizá, si hacemos las cosas bien, en diciembre de 2015, cuando venza el plazo de Cristina, volverá la república.
Pero ¿no es que ya teníamos una república? No precisamente. Lo que teníamos era una república asediada por la pretensión monopólica del kirchnerismo. Pero una república no es monopólica, sino pluralista. En el monopolio, el que tiene el poder anula, aplasta, a sus competidores. En el pluralismo, los competidores rotan según sea la cambiante voluntad del electorado. En el pluralismo, el que manda en el fondo es el electorado a través de sus cambiantes preferencias.
Al pasar de los escombros de una pretensión monopólica a las semillas de un sistema pluralista, el desarrollo político de la Argentina se prepara para dar un salto gigantesco. A condición de que no pretendan inaugurar nuevamente un monopolio, figuras como Sergio Massa, Daniel Scioli, Mauricio Macri y otros compartirán el poder sin la pretensión ni la posibilidad de monopolizarlo. Será entonces y sólo entonces cuando nacerá verdaderamente entre nosotros una auténtica república democrática. Nos pareceremos más a Chile o a Uruguay que a nosotros mismos, según las señales que nos daba nuestro propio pasado.
Para decirlo de otro modo, recién ahora nos estaremos despidiendo de la añoranza monárquica del Virreinato que nos acompañó desde los albores de nuestra independencia. Desde 1810 hasta aquí, y ya fuera bajo militares o caudillos, los argentinos hemos vivido en torno de la fascinación monárquica. Hoy, por primera vez, podríamos liberarnos de ella.
No deberíamos minimizar los alcances de esta verdadera revolución. Cuando hay una hegemonía política, el poder se concentra, se anquilosa, en torno de uno solo. En medio del pluralismo, en cambio, rota entre varios, entre aquellos a quienes favorezca alternativamente el pueblo. Es decir que en el pluralismo el que manda es el pueblo mediante sus cambiantes preferencias y no aquel que, ocasionalmente, las representa.
Silenciosamente, estamos cambiando de sistema. Hemos sido estatistas en cuanto nos seguía dominando el monopolio del Estado. El pluralismo acoge y anuncia, por lo contrario, la flexibilidad sutil de las ideas y las opiniones sin que ninguna de ellas consiga sojuzgar a 1as demás. El Estado monárquico se reduce a sí mismo a la unidad y, al hacerlo, vuelve al monopolio. El pluralismo, al contrario, es al mismo tiempo uno y plural. Son varios los que conviven, misteriosamente, en una cercanía, en una suerte de complicidad institucional.
El poder admite la tensión entre sus diversas variaciones. Su clave es simplificar estas variaciones hasta volverlas compatibles con un orden en definitiva armónico. Si exagera la tendencia a la unidad, se empobrece en dirección del autoritarismo. Si permite la explosión de las variaciones, se disuelve en la anarquía. La república es el punto medio entre un extremo y el otro del poder. Entre las tendencias contrapuestas que, de un lado, parecen luchar entre ellas, pero en el fondo se buscan unas y a otras, como si formaran las partes de un todo.
Quizás el secreto del poder benéfico, logrado, sea, como acaba de sugerirlo el papa Francisco, "hacer un poco de lío". Vivir en tensión, tanta como para seguir siendo creativos, pero no tanta como para ahogar la pasión. La tentación, aquí, es la paz así llamada "de los cementerios", que proviene a su vez del miedo inevitable a las ambiciones contrapuestas que, en dosis excesivas, conducirían a una suerte de parálisis, por anularse unas a otras.
Se arriba así a una suerte de paradoja. Buscamos la paz del poder, pero ella no podría lograrse sin una dosis de incertidumbres y temblores. Es que no somos dioses, sino aspirantes imperfectos a una suerte de divinidad ilusoria, que es la nuestra. Tenemos el don de la vida, pero nos ha sido dado por un breve plazo, de manera tal que, cuando parecía que estaba con nosotros, ya se estaba yendo. ¿Qué deberíamos hacer, en todo caso, frente a esta duda que nos acompaña? Si la repudiáramos, quizá renunciaríamos a lo que nos constituye. Pero en definitiva, ¿qué nos constituye? Nuestra misma esencia, ¿será la duda? Por eso buscamos. Por eso hemos hallado tantas cosas y nos faltan muchas otras por hallar. Más todavía que las anteriores. Estamos insatisfechos, pero lo más que pediríamos es que nadie nos librara jamás de nuestra insatisfacción.
Nuestra gloria mayor es la duda que albergamos y tememos al mismo tiempo. Pero nuestro gran capital es, aun así, la esperanza. ¿A quién deberíamos agradecérselo?.