La oposición replica para disipar aquellos humos el rótulo de “la década desperdiciada”. La Presidenta y su ministro de Economía podrían estar escribiendo para el registro de la historia el único ciclo argentino de un solo Gobierno con dos de- faults.
Uno heredado por la gran crisis del 2001 al empezar el mandato; otro causado por propia ineptitud en vísperas de la despedida. Ese epitafio carecería de la grandeza y la gloria que empapela el sueño presidencial.
Con seguridad, a esta altura de los episodios, la caracterización del tiempo kirchnerista constituye apenas un entretenimiento. La Argentina –Cristina lo hizo por cadena nacional– memora siempre la semana de los cinco presidentes durante la tragedia del 2001. Detrás de la anécdota se agazapa lo verdaderamente importante: esa sucesión vertiginosa de mandatarios desnudó la destrucción partidaria e institucional, develó violencia y muertes y castigó duramente a una sociedad que quedó fragmentada e inerte. Que tuvo desde el 2003 un resuello en sus bolsillos, aunque no logró torcer nunca su declinación, sobre todo de raíz cultural.
El enceguecimiento del gobierno kirchnerista con lo superficial –el relato, las sobreactuaciones, el voluntarismo patológico– tal vez le impida apreciar el lugar en el que lo han ido colocando sus recurrentes desaciertos. Encaró, luego de la derrota en las elecciones legislativas, un año y medio de transición señada por un horizonte de tranquilidad relativa. Esa tranquilidad se basó –se basa aún– en que sus vencedores requieren de un largo recorrido para convertirse en alternativa de poder y de reemplazo. Hacía falta sólo administrar, con cierta cautela, las variables económicas desarticuladas que, entre varias, habían sido razones de la caída en las urnas.
Cristina y Kicillof, después del ajuste ortodoxo irremediable del verano, optaron por un apresurado regreso de la Argentina a los mercados internacionales de financiamiento. Un atajo para intentar eludir torniquetes socialmente dolorosos para el modelo. Ese rumbo explicó el cierre de los juicios pendientes en el CIADI, la compensación a Repsol por la expropiación de YPF y el acuerdo con el Club de París. Pero el Gobierno jamás reparó, ni diplomática ni políticamente, en el desarrollo del conflicto con los fondos buitre radicado en la Justicia de Nueva York.
Tanta resultó esa desatención, que cuando el juez Thomas Griesa emitió su fallo –febrero del 2012– la Presidenta y su entonces ministro de Economía, Hernán Lorenzino, vociferaban que para los holdouts no habría “un sólo dólar” disponible. Alcanza para corroborarlo con repasar las crónicas de época.
Cuando Cristina advirtió la encerrona judicial en EE.UU.
era tarde. Una gestión desesperada ante Barack Obama no fructificó. Sobrevino la guerra con los buitres y un hilván de decisiones improvisadas –la de proponer un cambio de sede de pago a los bonistas– que parecen haber jaqueado casi todos los pronósticos. La Presidenta intentará sobrevivir hasta el 2015 cargando con el conflicto internacional o con el default técnico.
Ese lastre abre incógnitas sobre la profundidad de los efectos económicos y sociales. La transición, estimada antes previsible, podría adquirir una intensidad y una aceleración impensada. ¿Estarían el Gobierno y la oposición en aptitud de procesar ese hipotético cambio? Frente a esa realidad, se tornan más onerosos y complicados también aquellos acuerdos externos previos, que obligarán a desembolsar dólares que al Banco Central le escasean.
El cuadro indujo a Cristina y Kicillof a hurgar algún escape a través de la política. Ese es el sentido nítido que emerge del proyecto enviado al Congreso para disponer un cambio de sede de pago a los bonistas y una inclusión simbólica en la movida para los propios fondos buitre. El reflejo no sólo fue tardío, dos años y medio después de la primera sentencia adversa.
Denotó, además, una elaboración precaria. Era esperable que Griesa descalificara la jugada. Lo fue menos que el estudio que defiende los intereses argentinos (Cleary Gottlieb Steen & Hamilton LLP) le comunicara al magistrado que nunca había estado al tanto de esa determinación.
¿Será el anticipo de un divorcio con el Gobierno?
Nadie se tomó tampoco el trabajo de sondear la disposición de los bonistas para aceptar tal modificación. La oportunidad, por otro lado, asomó discutible: ¿para qué hacerlo antes de la audiencia de la Corte de Apelaciones que el 18 de septiembre tiene previsto revisar el fallo de Griesa a solicitud del Citibank? El argumento de que la Argentina enfrenta un nuevo vencimiento el 30 de ese mes que no podrá cumplir por el obstáculo del juez y agrandaría el cuadro del default, sonaría insuficiente. Quizás ni para esa fecha el Gobierno logre tener concluida la nueva y enmarañada ingeniería jurídica-financiera-diplomática que demanda el cambio de la sede de pago a los bonistas.
También repica con debilidad extrema el relato. La Presidenta, como hizo con el frustrado pacto con Irán, dijo que un tema de la envergadura del default no podría ser resuelto sin un tránsito y debate por el Congreso. Aquel pacto sobre la AMIA terminó teniendo trámite exprés y fue sólo aprobado por las mayorías kirchneristas.
¿Por qué habría de resultar ahora distinto?
La alusión a que las cuestiones de la deuda externa pasan siempre por el Parlamento fueron falaces. Nadie conoce todavía, por ejemplo, ni un detalle del trato con Repsol o con el Club de París.
La Presidenta y su ministro de Economía se toparon con una ingrata sorpresa. El golpe que pensaron descerrajar sobre la oposición al enfrentarlos al dilema “patria o buitres” podría ser menor del imaginado. Mauricio Macri tuvo una respuesta tajante de rechazo como líder del PRO. Algunas chispas saltaron –seguirán saltando– en el Frente Amplio y UNEN aunque radicales, socialistas y sus espadas principales adelantaron la negativa. Sergio Massa debió tomarse algún tiempo para fijar posición porque frente a la encrucijada Kicillof le aconsejó a Cristina: “Hagamos lo que propuso Lavagna (Roberto)”. El ex ministro de Economía, uno de los reestructuradores de la deuda y afín al diputado, había sugerido habilitar todas las sedes financieras posibles (en especial Francia) para que los bonistas puedan cobrar. El Gobierno optó sólo por el Banco Nación. Los acreedores desconfían de un país que en su historia (con dictadura o democracia), ha sido proclive a la transgresión. El Frente Renovador también rechazará el proyecto oficial y promueve una variante ajustada a los lineamientos de Lavagna.
Massa no se conformó con la propuesta que le permitirá pulsear con el kirchnerismo. Escuchó un informe de una de las principales consultoras de entidades bancarias que vaticinó dos cosas sobre el pleito con los buitres: no podrá ser solucionado por el gobierno de Cristina; el cierre del pleito global con los holdouts (el 7% que no ingresó a los canjes) le insumirá al país y a la administración que venga alrededor de US$ 45.000 millones.
Corrió un viento helado en esa oficina del Frente Renovador.
Tantos errores de la Presidenta y su ministro de Economía podrían atribuirse un poco a la impericia pero bastante al aislamiento en que se suelen manejar. El Gabinete está pintado hace rato y Carlos Zannini, el secretario Legal, es sólo un amable acompañante de la dupla. Kicillof le arrima información ordinaria a Cristina pero la mandataria la repite. El ministro bramó contra Juan Carlos Fábrega porque el jefe del Banco Central permitió esta semana la devaluación más severa desde el verano. Utiliza ese argumento para explicar la inflación disparada y culpa también a la supuesta angurria de los empresarios. Impulsó un cambio en la ley de abastecimiento que detonó un fenómeno político inédito en la era kirchnerista: el abroquelamiento de los hombres de negocios.
Detrás de los empresarios irrumpieron los sindicalistas. La inflación real horada la capacidad adquisitiva de los salarios. También termina por destruir empleos, muy por encima de los 190 mil que denuncian las estadísticas oficiales.
Otro fastidio de Kicillof con Fábrega: el Central divulgó que en apenas tres meses, entre diciembre y marzo, se cerraron 311.000 cuentas sueldo. El Gobierno tendrá esta semana otra huelga nacional que lanzaron Hugo Moyano, de la CGT, y Luis Barrionuevo. Pero adherirán la CTA de Pablo Micheli y los gremios radicalizados de la izquierda. Aquellos que tienen protagonismo en los conflictos laborales visibles.
Tanto deterioro empieza a dejar secuelas en el armado electoral del FPV. Se advierte por ahora, sobre todo, en provincias petroleras.
Rupturas serias en Río Negro y Neuquén y desprendimientos en Mendoza y Chubut.
Cristina, sin embargo, habla de otra cosa cuando asoma en sociedad. En la Bolsa de Comercio se entusiasmó con el armado de un mercado de capitales propio que pueda mantener al país al margen de los vaivenes del mundo. ¿Un mercado de capitales con cuatro o cinco paridades cambiarias, cepo y restricciones comerciales? Muchos asistentes creyeron padecer una alucinación auditiva.
“Cristina no está bien. Hay que ayudarla a terminar el mandato”, rogó con frecuencia la última semana un dirigente que aparece junto a ella en cada acto.