Con esta frase reveladora empieza el libro de Carlos Matus titulado El líder sin Estado Mayor, un texto ineludible para entender cómo funcionan hoy las oficinas presidenciales y cómo podrían mejorar si los líderes recurrieran a herramientas adecuadas de asesoramiento. En la cruda descripción del déficit de liderazgo que traza Matus, asoman cuestiones clásicas que la literatura relató mejor que la ciencia política: la soledad del poder, los caprichos y angustias de los gobernantes, la irracionalidad de sus decisiones, la ceguera ideológica que les impide ver la realidad.
En esa escena, es probable que los líderes se equivoquen si no saben escuchar a sus colaboradores y discernir entre pareceres contrapuestos, ofrecidos algunos con honestidad y otros con ánimo intrigante. Si el presidente acepta sólo las opiniones que concuerdan con las suyas, si quiere que le hablen únicamente de éxitos y le eviten las malas noticias; si, además, atribuye éstas a conspiraciones, entonces el gobierno empieza a perder el rumbo, extraviándose en la sinrazón y la mentira. El entorno, con realismo y actitud cortesana, lo sabe: no hay que traerle problemas al líder, no debe contradecírselo; conviene evitar que se enoje y se deprima.
El trayecto del gobierno argentino en los últimos tiempos podría coincidir con esta descripción. Si fuera así, debería buscarse la explicación en la subjetividad de la Presidenta y en su círculo íntimo, político y familiar, más que en consideraciones estratégicas, propias de un proyecto político. El abanico de determinaciones, que va desde los holdouts hasta la aplicación de la ley antiterrorista a una empresa multinacional, ofrece evidencias para conjeturar que la clave reside en el modo en que el Gobierno toma las decisiones, no en la ideología que enarbola.
Quizá sea útil señalar algunas confusiones que se derivan de la manera en que Cristina Kirchner interpreta y decide. El primer extravío es cómo está descifrando los sondeos. Es cierto que la aprobación de su desempeño en el caso de los holdouts creció en el curso del conflicto, pero nunca fue mayoritaria y ahora decae. Además, ese dato debe ser leído junto a este otro: la población se inclina por negociar y pagar. Pero existen más evidencias, que la Presidenta desatiende: la sociedad exhibe apenas un nacionalismo tenue frente a los holdouts, sus verdaderas preocupaciones son la economía y la inseguridad. Cuando Cristina escenifica la polaridad "Patria o buitres", ya no le habla al conjunto de los argentinos, sino a militantes que le aseguran aprobación ciega y vítores complacientes.
Envuelta en esa mística equívoca, la Presidenta incurre en otra confusión. Parece no ver la diferencia entre los contratos que rigen las relaciones internacionales y los debates que, eventualmente, los modifiquen en el futuro. En este punto, los numerosos apoyos externos le juegan una mala pasada. Da la impresión que ella cree que esos avales, brindados formalmente y en el marco de una crítica política al capital financiero internacional, habilitan, ipso facto, un nuevo derecho que librará a la Argentina de cumplir sus obligaciones. Sueña Cristina que la justicia formal se inclinará ante la justicia material. Pero así no funcionan las cosas, por una razón sociológica elemental: si la discusión sobre la equidad de los contratos cancelara los que están vigentes, la vida social y económica sería inviable. Firmaríamos sobre agua, no sobre papel.
La tercera cuestión se vincula con la anterior. La controversia acerca de las inequidades y limitaciones del capitalismo, ventilada en diversos foros políticos e intelectuales en la actualidad, produce un efecto de excitación en la conciencia presidencial y en la de su pequeño círculo. Existe el riesgo de creerse en la vanguardia de la liberación, desestimando la falta de consistencia y los errores elementales de la política económica.
Es cierto que teóricos como Thomas Piketty y Wolfgang Streeck, entre otros, están haciendo críticas duras y fundadas al capitalismo; es real que Paul Krugman y Joseph Stiglitz popularizan esa discusión en los medios y son seguidos con sumo interés en los países emergentes. También debe reconocerse que analistas, como Kenneth Rogoff, afirman que el caso de los holdouts argentinos es sintomático y se inscribe en una controversia mayor sobre el tratamiento de las deudas soberanas. Sin embargo, todos estos especialistas, además de participar de un debate, participan de un consenso implícito: países como la Argentina son débiles institucionalmente, tienen dirigencias corruptas y no resultan confiables.
Acaso la confusión de la Presidenta sea la misma que la del Quijote: creer que podía ser un valiente caballero sin reparar en sus limitaciones. Lee los apoyos como novelas de caballería, interpreta los debates como verdades, quiere encabezar la emancipación disimulando el óxido de su armamento. La gloria de Cervantes fue la ficción. Para Cristina puede significar el fracaso.