Ellos, los acreedores, aparecen por esta vía semántica como buitres voraces que quisieran devorarnos. Nosotros seríamos, al contrario, sus víctimas propiciatorias. Ellos serían los malos. Nosotros, los buenos. A través de este aparente juego de palabras estamos reemplazando una distinción técnica, puramente económica, entre el que prestó y el que tomó dinero, por una oposición moral entre las víctimas y sus explotadores que finalmente se traduce en el dilema patria -lo más alto en la escala moral- o buitres -lo más bajo-. Al identificarnos con la patria, descalificamos simultáneamente a nuestros acreedores cual si fueran buitres, malas personas, mientras nosotros aparecemos como generosos, dispuestos a pagar aunque tengamos legítimas dudas sobre el perfil de nuestros compromisos.
Desde un análisis puramente lógico, la relación entre deudores y acreedores es simétrica. Unos deben lo que los otros les prestaron, y cuando los que deben pagan, nuevamente se igualan los tantos. Pero hay toda una historia filosófica detrás de esta relación. ¿Sería demasiado audaz afirmar, por ejemplo, que en el catolicismo hubo mejor ambiente para con los deudores y en el protestantismo para con los acreedores? Tomemos un ejemplo como caso. El nuestro. Nuestro país, nuestro Estado, ha vivido varias veces al borde del default. Hoy atraviesa esta misma situación. Un país no es visto por los otros como un mal pagador sólo cuando no paga sus deudas, sino también cuando da mil vueltas antes de pagar, hasta que eventualmente paga, casi siempre contrayendo nuevas deudas a las que someterá a nuevos interrogantes, y así sucesivamente.
No debe sorprendernos, así, que en el exterior nos vean a veces como malos pagadores. Que a veces tengamos mala fama. En el fondo del mal pagador acecha la tentación de no pagar aunque esta tentación sea, finalmente, resistida. En el fondo del buen pagador sobresale, en cambio, la urgencia de pagar como un deber de conciencia que se instala en el interior de una persona, incluso cuando nadie la mira. Esto es lo que hace tener crédito a un país o a una persona, cuando sus acreedores saben que va a pagar porque no responderá al hacerlo a una compulsión externa, sino a una compulsión interna, por lo tanto no negociable.
Ahora irrumpe un tema político. Cuando un país enfrenta un conflicto de intereses, es como un actor que actúa frente a dos audiencias. Al mostrarse razonable frente a la audiencia internacional de sus acreedores, el gobierno argentino gana puntos afuera, pero los pierde adentro. Lo opuesto le puede ocurrir con su propia audiencia. No debe sorprender por ello que al mostrarse duro con los acreedores nuestro gobierno haya aumentado en algo su popularidad. En este caso extremo se nota, así, que lo peor para el país puede resultar lo mejor para el Gobierno. Es la historia mil veces repetida de la demagogia. En el libro Perfiles de coraje, John Kennedy subrayó los casos excepcionales de la historia en que algunos estadistas persiguieron el bien común desentendiéndose de la opinión de la mayoría. Pero estos casos fueron excepcionales precisamente porque esta vez la minoría y no la mayoría demostró tener la razón, lo cual parecía contradecir los principios mismos de la democracia.
El gobernante que llame buitres a los acreedores se expone, sin embargo, a otra contradicción. Si al final acordó con ellos, ¿acaso no terminó por traicionar al país? ¿No es que eran buitres o, acaso, dejaron de serlo? El ideal sería que un gobierno recto sirviera a lo que entiende que es el interés nacional, más allá de los intereses sectoriales. Y aun así no debería caer en una presunción de certeza próxima a la soberbia.
Para orientarnos en estas difíciles cuestiones podríamos recurrir a la doctrina aristotélica del justo medio. El coraje, así, es un justo medio entre la temeridad y la cautela. Temerario sería, para nosotros, repudiar la deuda debidamente contraída para satisfacer a la audiencia interna. El gobierno que decidiera pagar lo que es justo pagar a los acreedores después de consultar a la opinión pública ¿andaría en tal caso por el buen camino?
No es fácil gobernar cuando son tan numerosos los impulsos y los argumentos. Lo que hoy parece evidente mañana resultará dudoso. La virtud principal de un gobierno podría ser, en este sentido, la capacidad de rectificación. El justo peca, dice la Biblia, centenares de veces. Una trampa de los gobiernos es el dogmatismo. Otras veces la medida justa es un término medio entre la visión de largo plazo y la responsabilidad por lo concreto e inmediato. Gobernar, en resumidas cuentas, no es fácil, y por eso Churchill definió la democracia como el peor de los gobiernos si se exceptúan todos los demás.