La profusión de carteles en el centro de la ciudad habrían reflejado ese sentimiento: “Ayer Perón o Braden; hoy Griesa o Cristina”, rezaron. El conflicto con los fondos buitre ha colocado al Gobierno con su retórica a fuego: despotrica contra la usura internacional, contra el capitalismo salvaje y predica también por un orden económico más justo. Enfrenta, por otro lado, a republicanos y demócratas, a quienes la Presidenta acusa de ser cómplices de los holdouts para dañar a la Argentina.

La Presidenta aguardó las horas cruciales de la negociación con los fondos buitre en EE.UU. desde el escenario que mas le cuaja. Estuvo en Caracas, en el encuentro del Mercosur, donde cosechó solidaridades políticas por la pelea. Les advirtió a los holdouts que podrían ingresar al canje de la deuda, como los demás bonistas. Se ocupó de recalcar que Thomas Griesa es un mal juez porque no preserva el principio de igualdad ante la ley.

Cristina armó su estrategia en todo este tiempo bajo tres principios. Un desarrollo apresurado de su política exterior; la identificación de Griesa como gran enemigo nacional y el claro predominio de su relato dentro de la política doméstica.

Los respaldos regionales ante el conflicto con los buitres resultaron abundantes. Incluso de foros como la OEA, la Cepal, la Celac y el Grupo de los 77 mas China. Pero, quizás, los aspectos políticos eficaces del plan hayan tenido que ver con el magistrado del distrito de Nueva York y con la oposición partidaria doméstica, temerosa y muda.

El progreso del pleito casi hasta las orillas del default de la Argentina habría empezado a trasuntar ciertas incomodidades de parte del juez.

Las críticas en las últimas horas en torno a su fallo que obligaría a nuestro país a pagar US$ 1330 millones a los buitres -e impediría el cumplimiento con el resto de los bonistas que aceptaron los canjes del 2005 y 2010- se fueron extendiendo y alcanzaron expresiones sorprendentes.

Fueron, por caso, las de The New York Times y The Financial Times. En el fondo, ambos medios periodísticos se hicieron una pregunta similar: si el veredicto de Griesa podría encerrar el riesgo de demostrar ineficacia de la justicia estadounidense para resolver conflictos derivados de bonos emitidos por países emergentes bajo su jurisdicción.

Griesa dejó fluir señales de sentirse sometido a una fuerte presión aún antes de esas opiniones periodísticas. El juez, luego de la venia que concedió la Corte Suprema de EE.UU., pudo haber dispuesto que se ejecutara la sentencia en contra de nuestro país. Pero prefirió abrir una instancia de negociación entre los bandos en pugna, a través de su delegado mediador, Daniel Pollack. Luego resolvió bloquear los fondos girados por Axel Kicillof (US$ 536 millones) para el pago a los bonistas.

Aunque tampoco los utilizó para satisfacer el reclamo, con sentencia firme, de los buitres. Por último, a dos días del hipotético default, permitió el pago de bonos en pesos y dólares emitidos bajo ley argentina.

Lo hizo a pedido del Citibank, entidad que adujo que perjudicaba la posición de Repsol, compensada hace poco por el gobierno kirchnerista por la expropiación de YPF. Todas señales que parecieron denotar que Griesa agotaba las instancias.

El kirchnerismo, mas allá de los resultados obtenidos, tomó el camino menos pudoroso para su combate contra Griesa.

Lo acusó por su vejez (tiene 83 años) y, supuestamente, por no estar en sus auténticos cabales.

Pero mas allá de las sustancias de su fallo, que quizás no calibró bien, Griesa se habría apoyado en un precepto difícil de ser refutado: que un deudor está obligado a pagar a sus acreedores y que no podría discriminar entre ellos. Esa es una cuestión que, mirando las frenéticas negociaciones de las últimas horas habría quedado fuera de discusión.

La Argentina le deberá abonar a los buitres de la manera que sea: con bonos y a un plazo a determinar, con la intermediación de algún banco que podría comprar toda esa deuda y luego negociar con el Gobierno, o con el establecimiento también de algún mecanismo de garantía que permita a nuestro país terminar de saldar aquella cifra millonaria a comienzos del 2015, cuando deje de tener efecto la cláusula que protege a los bonistas.

También es cierto que el litigio del Gobierno con Griesa se presentó como una novedad, aunque llega bien añejado. El juez neoyorquino falló en contra de la Argentina hace dos años y medio, cuando la situación de la administración de los K no era la actual.

Cristina llegó a ese traspié con malos antecedentes: acumulaba conflictos en el Banco Mundial (Ciadi), expropiaba empresas petroleras (YPF) y desoía las sugerencias para acordar con el Club de París.

Esas materias pendientes fueron cursadas en este semestre, cuando la economía ingresó en un tobogán y el kirchnerismo hurgó la posibilidad de financiarse en los mercados internacionales.

El apuro para encarar esos problemas induce siempre a inevitables improvisaciones. Se advierte también en la forma en que Cristina comandó las operaciones actuales con un viaje de Kicillof a Nueva York de último momento.

Aquellas improvisaciones insumen costos políticos y financieros para la Nación. El ministro de Economía, precisamente, debió revelar la carga del trato con el Club de París. Ante la persistente demanda opositora admitió que, entre intereses y punitorios, el Gobierno deberá pagar casi el doble del capital original (US$ 4700 millones). Una deuda que escaló entre el 2004 y el 2014, casi todo el tramo de la presunta década ganada.