La respuesta está en el "acuerdo entre privados", de cuya posibilidad habló ayer el ministro de Economía, Axel Kicillof. Fue un relámpago dentro de su catarata verbal, durante la cual repitió muchas cosas y no anunció casi ninguna. Sin embargo, ese acuerdo entre privados, fundamentalmente bancos locales y holdouts, seguía siendo anoche la única y más seria perspectiva, aunque las palabras del propio ministro habían frenado en seco esas negociaciones.

El conflicto tiene claramente dos caras. Una es la que muestra el Gobierno. Intransigencia, dureza, pertinacia.

Su vocero fue Kicillof. En su conferencia de prensa en Nueva York, hizo un largo recorrido de las posiciones del gobierno argentino y de las pretensiones de los fondos buitre. Pero omitió introducir en su análisis un aspecto fundamental del conflicto: esos fondos tienen a su favor una sentencia del juez Thomas Griesa, confirmada por una Cámara de Apelaciones y respaldada indirectamente por la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. Sólo mencionó esos fallos para criticarlos políticamente, pero les negó la importante participación jurídica que tienen en la conformación de la crisis.

En otras palabras, Kicillof recurrió al manual básico del kirchnerismo: ignoró lo que no le conviene. Hasta ese momento sucedía la habitual y previsible construcción de un relato épico. Cristina se quedaba con la patria y despreciaba a los buitres. En otro lugar de Nueva York, los bancos locales negociaban, empujados por el Gobierno, con los buitres. La negociación estaba muy avanzada. Ya no se trataba sólo de una garantía de 250 millones de dólares que los bancos argentinos depositarían en el juzgado de Griesa; también se negociaba la compra del total del juicio ganado en los tribunales neoyorquinos. Se estipuló, incluso, una primera entrega de 600 millones de dólares. El juicio ganado es por 1330 millones de dólares, aunque con los intereses acumulados llegará a fin de año a 1660 millones. Es una cifra importante para cualquier gobierno, empresario o grupo de empresarios.

En medio de su torrente verbal, cuando mostraba una intransigencia sin fin, Kicillof hizo mención de la ley 26.886 (aunque no la nombró específicamente), que les prohíbe a los funcionarios públicos argentinos pagar más que lo que el Gobierno concedió a los bonistas que refinanciaron sus deudas. Las conversaciones entre banqueros y holdouts se pararon de inmediato, quedaron congeladas en ese momento crucial. ¿Cómo? ¿Bancos y empresarios argentinos comprarían bonos al 100 por ciento de su valor para recibir luego sólo el 35 por ciento? Griesa ordenó que se les pagara a los holdouts el total del valor de los bonos en default más los intereses acumulados. Los fondos podían hacerles a los bancos una quita en los intereses a cambio de un pago en efectivo en plazos rápidos, pero no renunciarían al beneficio de una sentencia favorable.

Para peor, un borrador del acuerdo preveía que los bancos se harían cargo de los primeros pagos (600 millones de dólares) hasta diciembre y que luego el Gobierno saldaría el resto de la deuda. En caso de incumplirse los pagos posteriores, las entregas anteriores quedarían en manos de los fondos y el acuerdo se reduciría a nada. Kicillof los previno a los bancos, tal vez involuntariamente, que podrían quedar con 600 millones de dólares en el aire.

Aquella ley, la 26.886, es de octubre del año pasado. Plena era cristinista. Fue la ley que levantó la ley cerrojo, que prohibía al Gobierno hacer nuevas ofertas de canje de deuda. Levantó un cerrojo y puso otro. Esa ley puede cambiarse, como toda ley.

Su modificación requeriría, no obstante, un trámite parlamentario y su consiguiente costo político. Los banqueros podrían reclamar en el futuro el pago de esa deuda y pedir el cambio de la ley. ¿Qué diría el kirchnerismo en ese caso? ¿Aceptaría la deuda? ¿O se encerraría en que sólo hubo un "acuerdo entre privados"? Los representantes de las entidades financieras ya se imaginaban con el anatema de "vendepatrias", "cipayos" o "traidores a la patria". Los típicos insultos del cristinismo cuando carece de argumentos. Los banqueros prefirieron levantarse de la mesa, saludar y dar por concluidas las negociaciones.

Dar por concluidas las negociaciones tiene un sentido diferente para el mundo de las finanzas. Para cualquier otro mortal significa cerrar definitivamente una página, clausurar una etapa, olvidarse de que existió una contraparte en un conflicto específico. Para los banqueros, todas las cosas son más relativas. Significa que la negociación se cayó ayer, y tal vez hoy. Pero nadie descarta que pueda retomarse en los próximos días, sobre todo después de que han estado tan cerca de un acuerdo.

La actitud del Gobierno es inexplicable. Los banqueros estaban en Nueva York porque el Gobierno los espoleó. Una versión asegura, incluso, que el propio jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, estuvo reunido en Puerto Madero con algunos dueños de bancos hasta la madrugada de ayer. Es imposible la versión de que existió sólo la posibilidad de "un acuerdo entre privados". ¿Acaso puede imaginarse a un grupo de banqueros ofreciendo cientos de millones de dólares sin la garantía de que les serían devueltos? Al revés, los banqueros retrocedieron cuando advirtieron que las promesas verbales podrían no cumplirse. "El dinero de los bancos no es nuestro, sino de los depositantes. No podemos ir hacia un quebranto garantizado", dijo ayer uno de ellos, después de escuchar a Kicillof.

El problema es que el Gobierno no es uno solo. Una línea une a Capitanich con el presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega. Fábrega fue el que negoció con los bancos. Otra línea fusiona a la Presidenta con Kicillof. También es inverosímil que Fábrega y Capitanich hayan llegado tan lejos sin el consentimiento de Cristina Kirchner. ¿Influyó más Kicillof, al final, que Fábrega y Capitanich? ¿O, quizás, a Kicillof se le escaparon palabras de más en la construcción de un discurso heroico? ¿Fue, en cambio, la propia Presidenta la que modificó su opinión sobre la marcha del proceso que ella misma instigó?

Todo puede ser, pero el primero que vio la condición inevitable del default fue Daniel Pollack, el facilitador nombrado por el juez Griesa. Lo dijo en párrafos claros y precisos. Era la única persona que contaba con toda la información, la que provenía del gobierno argentino, la que le suministraban los banqueros y la que recibía de los fondos buitre. El aparente fracaso no puede dejar las cosas como estaban. Fábrega tambaleaba anoche. Dicen que se quiere ir. Capitanich quedaba otra vez desautorizado. ¿Qué dirán los bancos desde una situación política ciertamente incómoda, a la que los condenó el Gobierno? Silencio. Nadie habla, por ahora.

El país ingresó en un territorio imposible de predecir. Un default es un default, aunque sólo durara pocos días. Será mucho peor mientras más dure. El argumento de Kicillof sobre que no habrá default porque la Argentina les paga a sus acreedores vuelve a ignorar la sentencia de Griesa. Ese fallo anticipó que embargaría los pagos a los bonistas que entraron a los canjes para saldar la deuda del juicio perdido por el gobierno argentino.

En los próximos días podría caer, además, toda la deuda reestructurada ante la falta de pago. Una cláusula de los canjes dice que un incumplimiento puede derrumbar toda la reestructuración. La Argentina volvería a las condiciones que vivió en 2002. La muy mala situación actual de la economía (recesión, inflación, déficit fiscal, creciente desempleo) podría empeorar. El recorrido del kirchnerismo se parecería, en tal caso, a un círculo perfecto: terminaría en el mismo lugar donde todo empezó.