En el verano le permitió a Axel Kicillof un ajuste ortodoxo –que derivó en la presente recesión económica– cuando advirtió que la caída de las reservas del Banco Central podían terminar desestabilizando la transición. A mediados de junio, cuando la Corte de EE.UU. resolvió no intervenir ante las dos instancias judiciales favorables a los fondos buitre y adversas a la Argentina, la Presidenta exhibió una conducta política bipolar: primero acusó al juez estadounidense Thomas Griesa de haber realizado un fallo “extorsivo”; luego le solicitó condiciones para negociar y manifestó su voluntad de cumplir con el 100% de los acreedores. ¿Qué hará ahora, cuando queda apenas una semana para evitar que nuestro país, después de doce años, ingrese de nuevo en un default?. ¿Se avendrá a negociar para no comprometer su año y medio en el poder? ¿O preferirá enarbolar la pelea contra los buitres como la última bandera de un proceso que supone épico, transformador e inclusivo?
No habría a la vista ninguna respuesta certera. Aunque el curso que Cristina y Kicillof han dado en las últimas semanas a la acción política abonaría la posibilidad de la última hipótesis. Es decir, el ingreso a un “default técnico” o “default administrado o transitorio”. Una caracterización kirchnerista que, sin dudas, apuntaría a restarle trascendencia y dramatismo frente a la opinión pública. Como si se pudiera tratar de un tropezón circunstancial.
No de una caída, que será. Aquella impresión empezó también a tomar cuerpo desde ayer, cuando Griesa rechazó el pedido del Gobierno de reposición del “stay” para que los bonistas que entraron en los canjes de la deuda puedan cobrar, en los mercados (subió el dólar paralelo y cayeron los bonos) y entre los especialistas económicos que apostaban a alguna salida acordada. Apuntalados, quizás, en sus propios deseos o en el imperio de la lógica que demasiadas veces, en instancias cruciales, defraudó a lo largo de la historia argentina. Bajo regímenes dictatoriales e, incluso, en plena democracia. ¿Alguien supuso que los militares se animarían a declararle una guerra a la OTAN por las Malvinas? ¿Alguien imaginó que podía celebrarse, como se celebró en el Congreso, la declaración de un inédito default en el 2001? ¿Alguien creyó que podía cerrarse una frontera con Uruguay por más de tres años a raíz de la instalación de una pastera? ¿Alguien calculó que un país que eligió la jurisdicción judicial de Nueva York para dirimir la mayoría de sus pleitos financieros internacionales podría terminar resistiendo sus fallos? Las preguntas, en ese sentido, podrían tornarse interminables.
Tal vez hoy mismo se devele una parte de la incógnita. El juez Griesa llamó a una reunión de las partes (el Gobierno argentino y los buitres) para negociar. Pero antes de eso se negó a volver a implementar la medida cautelar (stay) que, de diferentes maneras, reclamó Cristina.
Su decisión causó enojo profundo en la Casa Rosada. Con un comunicado, el Ministerio de Economía volvió a cuestionar el comportamiento del juez. Si de aquella cumbre no saliera alguna luz, las chances de un acuerdo disminuirían hasta la nada. Frente a semejante dilema un dato no dejó de llamar la atención: Kicillof permanece aquí. Difícilmente los abogados que representan a nuestro país en EE.UU. o algunos enviados técnicos del ministro estarían en aptitud de empezar a desmadejar semejante conflicto.
El Gobierno ha sembrado con varias pistas el camino de su postura que se endureció progresivamente. Cristina denuncia a los buitres como los grandes perversos del capitalismo salvaje –concepto difícil de ser rebatido– pero ha tomado de adversario político a Griesa. Con esquirlas que impactarían sobre Washington y Barack Obama. El juez pudo haber errado con su fallo y detonado incertidumbres en el sistema financiero mundial.
Pero es el hombre con el cual, guste o no, se debería rastrear una salida. No parece la mejor estrategia convertirlo en blanco de todas las críticas. Está visto que ese hombre veterano y hastiado contesta con la misma moneda: rechazó el pedido de “stay” cuando tenía opciones para haberlo repuesto, siquiera brevemente, con el fin de que el Gobierno cumpliera con el pago a los bonistas. Hubiera significado de su parte una concesión y, quizás, un retroceso en la argumentación jurídica de sus fallos. Habría implantado de ese modo una tregua hasta fines de septiembre. Un paréntesis más generoso para la búsqueda de una solución definitiva. Pero el magistrado neoyorquino desconfía de la voluntad negociadora de la Presidenta y de su ministro de Economía.
Griesa debe haber tomado nota, además, del despliegue político y diplomático del Gobierno que, entre bambalinas, habría perseguido dos objetivos: aislarlo y sindicarlo como único responsable del supuesto default; rodearse de apoyos para lograr capear esa tormenta. Cristina trabajó respaldos a la posición argentina –algunos arrancados con tirabuzón– en la región y en varios foros multilaterales. La coronación de ese planteo pretendió ser el encuentro del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y las visitas a Buenos de Vladimir Putin y del presidente chino, Xi Jinping. Aunque en esos casos las solidaridades resultaron bastante módicas.
China fue, en ese cuadro, interpretado como el hito fuerte. En especial, el acuerdo del swap por US$ 11.000 millones efectivizado en yuanes con el propósito de fortalecer las reservas del Banco Central. Esos fondos servirían únicamente para que la Argentina no gaste moneda estadounidense cuando importe bienes desde Beijing. Pero fuentes K advierten sobre la existencia de una cláusula secreta (¿será así?) que permitiría, en caso de extrema necesidad, convertir esos yuanes en dólares a través de una intermediación bancaria. En suma, una presunta mayor solidez si el “default transitorio” acrecentara las dificultades de la económica doméstica.
Nadie conocería bien, aquí y en el mundo, el significado y las consecuencias que podría poseer aquel “default técnico o transitorio”. Menos todavía para un país con una economía en fuerte declive, con agitación social, y un poder político que está en despedida.
Todas, condiciones temerarias para jugar con fuego.