No importa tanto el equipo que gane o que pierda hoy o que el partido sea hoy o mañana, sino el hecho previo de que todos jueguen o hayan jugado a escala universal, por así decirlo, simultáneamente, y que su competencia se haya seguido en sus respectivos países con fervor nacional. Los protagonistas no han sido, así, ni Boca ni River, sino la Argentina o Brasil, Holanda o Alemania, no ya como clubes, sino como naciones. Por un instante todos los holandeses, así como todos los argentinos, todos los alemanes, todos los belgas y todos los brasileños, sintieron la misma alegría, el mismo dolor o la misma ansiedad. Cada uno de ellos se había transformado en un solo pueblo, gracias a la gesta del fútbol.
El fútbol se ha vuelto, así, una pasión simultánea de multitudes. Por la vía de esta pasión, en principio meramente deportiva, ha surgido un movimiento nacional que todos comparten porque es, a la vez y al mismo tiempo, universal. Es como si hubiera estallado una guerra mundial que nos envuelve a todos, pero, eso sí, incruenta. No se mata ni se muere, sólo se gana o se pierde y al día siguiente los contendientes se dan la mano y vuelven a competir con los mismos o con otros contendientes, con la esperanza, de nuevo, de vencer. Inmensas energías se despliegan a través de los medios masivos de comunicación, por los diarios, las radios y la televisión, y los periodistas ya no sólo informamos, sino más bien comentamos lo que todos los demás también han visto al lado nuestro. El mundo se ha convertido en una inmensa platea en la cual todos contemplamos un mismo espectáculo, animados por una misma pasión. Ya no jugamos simplemente al fútbol. Lo vivimos aunque sea desde afuera, apasionadamente.
Pitágoras imaginaba que a los Juegos Olímpicos concurrían tres clases de personas: los competidores, los mercaderes y los espectadores, y acordaba un rol superior a estos últimos porque no los guiaba un interés especial más allá de contemplar lo que ocurría, y por eso les acordaba un papel superior, comparable al rol de los filósofos en la vida social. Esta división pitagórica ¿continúa vigente hoy en día o hay que complicarla un poco más? ¿Cómo ubicar, por ejemplo, de un lado al espectador distante al que sólo le interesa mirar por televisión sin tomar partido y del otro lado, en el opuesto extremo, al hincha que grita los goles desde su casa? Obsérvese por otra parte que en las categorías del fútbol se hermanan personas de izquierda o de derecha, en cuya pasión futbolera se funden hasta disolverse las demás diferencias de edad, ideas o condición ideológica o social. Por eso también llama la atención que las hinchadas, al fin, se pongan una misma camiseta. Cuando esta camiseta identificadora es la argentina, por ejemplo, la camiseta popular compite con la bandera y a veces la sustituye.
Podríamos lamentar esta aparente masificación de nuestros sentimientos, que hace recordar al tristemente célebre hombre-masa que describió Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, pero habría que advertir también, ya desde otra mirada, que no parece tan mal que, cuando se llega a este nivel del análisis, se recurra a una metáfora deportiva en lugar de una metáfora clasista. ¿Dónde están, en este sentido, nuestros sentimientos más profundos? ¿Más cerca del pueblo "futbolero" o más cerca del antagonismo de clases? Según Marx, lo que en resumidas cuentas nos definía era la posición que elegíamos en la lucha de clases. Pero lo que más se observa hoy alrededor nuestro es que lo que aparentemente nos divide es lo que en verdad nos une: una pasión deportiva.
Quizá no habría que desechar este encumbramiento del deporte al tope de nuestras preferencias, desechándolo por frívolo y sin advertir el mensaje que nos envía más allá del fútbol. Este mensaje es que, al concentrarnos en el fútbol y no en la sociología, en Messi en vez de Marx, estamos revelando sin querer que no nos atrae tanto la división o la lucha de clases como suponíamos, ya que el deporte o el juego multitudinario es en verdad lo que nos moviliza.
Que una sociedad sienta tal atracción por este aparente desvío de lo que debieran ser, supuestamente, sus preocupaciones centrales ¿debería alarmarnos? A lo mejor, no. Los argentinos tenemos, sin duda, numerosos problemas. Pero la mejor receta para enfrentarlos no es elaborar sofisticadas teorías en torno de ellos, sino seguir sumando los elementos positivos que nos convocan. Sigamos vivando a Messi y vibrando con el fútbol. No dramaticemos. Resolvamos, una por una, las dificultades que nos rodean. Y sigamos creyendo que podemos encararlas con la unidad que nos ofrece el fútbol, como si fuera un espejo de lo mejor que tenemos.