El 16 de junio de 2014 un fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos colocó al país al borde del default. Lejos quedaron los días de vino y gloria: el golpe al imperio pirata primero y luego la triunfal batalla del desendeudamiento, que llegó a su clímax con el portazo al Fondo Monetario, tirándole un fajo de billetes a la cara. Puede agregarse un episodio intermedio, menor pero ilustrativo: en junio de 1994 le "cortaron las piernas" a Maradona -en palabras más pobres, lo sancionaron por doping- y troncharon lo que debió haber sido la conquista triunfal de un nuevo título Mundial de fútbol para la patria.
Ciertamente son cosas muy diferentes, por su naturaleza y su envergadura. Lo de Maradona es apenas grotesco. El posible default es un problema serio y la Guerra de Malvinas, con derrota o sin ella, fue una tragedia. Pero un hilo subtiende los tres episodios: en cada uno de ellos el orgullo argentino sufrió un cachetazo, un golpe de realidad, y afloró el nacionalismo traumático enraizado en nuestra cultura política. Pues quien más, quien menos, todos tenemos un "enano nacionalista" sumergido que emerge cuando es interpelado adecuadamente o cuando un sacudón inesperado conmueve nuestras seguridades.
Nuestro nacionalismo patológico se ha caracterizado por combinar la soberbia y la paranoia: los argentinos podríamos ser los mejores del mundo, pero lo impiden nuestros enemigos, de afuera y de adentro. La soberbia deriva de un razonable orgullo inicial, acuñado en tiempos mejores para el país, cuando la economía crecía y competía con las más dinámica del mundo, las instituciones estaban sólidamente arraigadas, la sociedad lucía expansiva, móvil y democrática y un Estado potente y experto podía decidir qué rumbo quería tomar. En algún momento del siglo XX -puede discutirse cuándo-, las certezas se tornaron en incertidumbres y luego en frustraciones crecientes. Entonces el orgullo se transformó en soberbia y a la vez en paranoia. Alguien -nunca nosotros- debía ser el responsable de que nuestro destino de grandeza no se concretara. Sospechamos de los países vecinos, que querían quedarse con parte de lo nuestro, y sobre todo de Brasil y su maquiavélico Itamaraty. Culpamos a Inglaterra, que, según descubrimos en 1930, siempre nos había explotado. Posteriormente cambiaron las ideas y, con ellas, los culpables: el imperialismo, el comunismo, el Fondo Monetario, la subversión, los grandes poderes mundiales y sus socios y agentes locales. Pero siempre hubo un responsable para concentrar la furia: una jefa de gobierno británica, tan nacionalista como los nuestros, un técnico de laboratorio que hizo un simple análisis de orina o un juez norteamericano que se tomó en serio su tarea. Todos "nos cortaron las piernas".
Nuestro nacionalismo nació a fines del siglo XIX, entre los intelectuales obsesionados por descubrir el "ser nacional", y creció en el siglo XX. Lo acunaron el Ejército, autoproclamado custodio de los valores supremos de la Nación; la Iglesia, que definió a la Argentina como una "Nación católica", y el peronismo, que transformó sus "veinte verdades" en Doctrina Nacional. Las definiciones eran diferentes, pero coincidían en una visión unanimista e intolerante que moldeó el sentido común nacional. Para quien puede manipularlo, su utilidad política es enorme, pues sirve para convocar a la unidad nacional cuando las papas queman y para colocar los problemas del país bien lejos, más allá de cualquier responsabilidad local.
Así ocurrió en 1982 cuando el gobierno militar, corroído por luchas intestinas y asediado por la protesta social, encontró una salida en las invasión a las Malvinas. En lo inmediato su éxito fue abrumador y Galtieri se arrulló en el balcón de Perón con los vítores de la plaza. Las consecuencias de ese acto insensato eran previsibles para cualquiera que pudiera abstraerse de la pasión nacionalista. Pero no fueron muchos, pues, como decían los griegos, los dioses ciegan a quienes quieren perder. En este caso, cegó a los gobernantes militares, principales responsables, pero también a los argentinos en general. Los jefes militares ya fueron condenados por sus errores. Para el resto de los argentinos no hubo juicio ni autocrítica: quienes aclamaron a los militares se limitaron a denostarlos, probablemente por no haber triunfado.
En ese momento, pareció que la lección había sido suficientemente dura. Pero luego de la crisis de 2001, que conmovió las recientes y poco consolidadas certezas democráticas y pluralistas, la vieja cultura nacionalista volvió a aflorar de la mano del kirchnerismo, su práctica y su discurso. A lo largo de estos trece años nos regocijamos atacando al enemigo de afuera: humillamos al presidente Bush, nuestro invitado; nos liberamos del Fondo Monetario; amonestamos a los poderes mundiales con lecciones de economía política; tomamos distancia de Brasil y del Mercosur, y pusimos en su lugar a Uruguay. Salió un poco caro, pero los réditos políticos lo justificaban. Con el mismo brío, enfrentamos a las corporaciones locales, la oligarquía rural, la Justicia, la oposición y en general a los "antiargentinos", que sintieron el rigor de un gobierno verdaderamente nacional. Así llegamos hoy a la más reciente expresión de los enemigos de la patria: los fondos buitre.
El discurso oficial es insostenible por donde se lo mire. El Gobierno tiene buitres en su periferia y en su centro mismo. Los problemas que enfrenta no se deben a la hostilidad del mundo -en general, poco interesado en nuestras cosas-, sino a su impericia e improvisación. Los supuestos enemigos internos -un juez, un empresario de medios- se parecen bastante a otros sujetos similares, pero amigos. Estos argumentos podrían ampliarse y ejemplificarse, pero difícilmente convencerán a quienes miran el mundo con los ojos de la fe y cuya convicción sólo vacila en el instante del cachetazo. Sólo un instante, pues de inmediato se activa la paranoia, se individualiza el chivo expiatorio, se convoca contra él a la Nación, unida para gritar.
En eso consiste el famoso "pensamiento nacional": imaginar una nación con una doctrina, una bandera y un líder, enfrentada con la antipatria, con los godos de 1810 o los buitres de 2014. El mal está afuera, y un poco adentro también, pues existen colaboracionistas infiltrados y otros obnubilados por ideas cosmopolitas o liberales. Todos contra la patria.
Néstor y Cristina Kirchner descubrieron la utilidad del antagonismo y de la apropiación facciosa de la Nación. Pero el mayor problema no está en ellos, sino en quienes los escuchan y se reconocen en ese discurso. Su éxito muestra, como ocurrió en la plaza de Galtieri, lo arraigado de la patología nacionalista. Está presente en quienes los siguen con fe y convicción, y no se inmutan ante el reculaje de estos días. Pero también existe en quienes los respaldaron masivamente y hoy empiezan a tomar distancia, sin terminar de despegarse. Incluso está presente entre sus opositores, vacilantes cuando se invoca a la Nación amenazada por los "fondos buitres", un nombre que todos usan y que nadie se ha detenido a examinar y cuestionar.
El 15 de junio de 1982 muchos argentinos tomaron conciencia de que habían apoyado y alentado una empresa desastrosa, que sólo podía terminar en derrota y desastre. Por un tiempo se escucharon otras voces y se siguió a otros dirigentes, y el desahogo de las malas pasiones se limitó al fútbol. Hoy el enano volvió para legitimar otra batalla perdida. En su nombre el Gobierno y sus seguidores se rebelan contra el destino adverso y también en su nombre lo aceptan, sin confesar una renuncia a sus principios. Hay muchos argentinos sensatos que, si se empeñan, podrían volver a controlar al enano. Pero me temo que su neutralización definitiva está más allá de nuestras modestas posibilidades.