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La duda consiste ahora en saber si ese estado de ánimo es sólo suyo o también del Gobierno. Si dice una cosa y luego otra, producto de las exigencias políticas de Cristina Fernández y de los consejos legales encontrados que le arrima su defensa. En cualquier caso, si hubiera una estrategia estaría envuelta por aquella desesperación.

La cronología de los hechos resulta elocuente. Ariel Lijo fijó en principio la citación a indagatoria para el 15 de julio. Se trataba de la primera semana posterior a la finalización del campeonato. Boudou exigió airadamente que se anticipara para ejercer su derecho a la defensa. El juez la cambió para mañana, casi al mismo tiempo que los abogados del vicepresidente plantearon la nulidad de esa citación. Boudou garantizó que se presentará y solicitó que la indagatoria se realizara en un salón del Senado y fuera televisada. Lijo, con sentido común, rechazó esa petición.

El único camino de escape hipotético que le quedaría a Boudou sería el de tumbar a Lijo.

Hubo un intento la semana anterior, a través de la Sala I de la Cámara Federal, pero Eduardo Farah, Eduardo Freiler y Jorge Ballestero no se pusieron de acuerdo. O el Gobierno no supo seducirlos a tiempo. Luego de ese fracaso, el vicepresidente habría tenido en su despacho del Senadouna acalorada discusión con uno de los abogados defensores. Tanta temperatura adquirió el debate que un teléfono móvil voló por el aire y dos botellas rodaron por el piso. Boudou nunca terminó de aceptar que aquella operación hubiera abortado.

El vicepresidente, pese a todo, espera la revancha. Si Lijo llega a dictar su procesamiento, como él mismo divulga, la apelación de su defensa haría que la causa recale de nuevo en aquella Sala I. El juez también debe resolver el pedido de nulidad de la indagatoria, que de ser rechazado también iría a la Sala I. Luego tallaría la Cámara de Casación. Un auténtico enjambre judicial que, por lo menos, le permitiría al vicepresidente ganar tiempo.

Pero Farah, Freiler y Ballestero han perdido una ventaja: ya no podrán actuar en las sombras, como supieron hacerlo.

La atención pública y política estará posada sobre ellos. Deberían poseer la precisión de un cirujano si decidieran revisar aquel supuesto procesamiento y la nulidad de la indagatoria.

Boudou tiene con Lijo dos problemas.

Uno está vinculado con el caso Ciccone, la empresa calcográfica por la cual habría traficado influencias como ministro y adquirido un 70% de su paquete accionario a través de un turbio fondo de inversión. La otra cuestión está ligada a la investigación sobre su crecimiento patrimonial.

Al presunto enriquecimiento ilícito.

En ambas causas se repiten muchos nombres y varias de las mismas empresas. Revisando la parva de documentos que acopian en cuatro cuerpos el fiscal Jorge Di Lello y el juez, un par de comprobaciones los habría sorprendido. El seguro de un vehículo cuyo propietario es Boudou habría sido abonado mucho tiempo por The Old Fund. Se trata del fondo de inversión que puso el dinero para la adquisición de Ciccone, cuya cara visible sería Alejandro Vandenbroele, considerado testaferro del vicepresidente. Boudou afirma que jamás conoció a esa empresa ni al mencionado Vandenbroele.

También el vicepresidente tiene abierta otra causa por falsificación de documento público por la compra y venta de un automotor de marca japonesa. La está sustanciando el juez Claudio Bonadio. Boudou habría declarado la adquisición de ese vehículo en 1992 cuando en realidad la concretó en septiembre de 1993. ¿Por qué motivo la mentira? Porque en abril de ese año se casó en primeras nupcias. El divorcio se produjo en febrero de 1997.

Es decir, lo hizo para no incluir el auto en la división de bienes.

Esa sería apenas una pizca de la historia. El rastreo judicial certificó que Boudou nunca pudo demostrar el origen del dinero con el cual adquirió ese auto ni declaró el monto recibido en el momento de la venta. Esas inconsistencias figurarían en las declaraciones juradas que presentó como funcionario público ante la Oficina Anticorrupción. Forman parte de la pista, inmensa al parecer, sobre suenriquecimiento ilícito.

Lijo no terminaría de comprender el empecinamiento del vicepresidente por negarlo siempre todo. Esa ha sido su única constante desde que en el verano del 2012 comenzó a develarse el escándalo Ciccone. Así consiguió que la Presidenta desplazara al entonces procurador General, Esteban Righi. Lo acusó de haber intentado vender influencias a través de su estudio de abogados. La Justicia, con testigos que también aportó el vicepresidente, desechó tal denuncia. Algo similar sucedió con el titular de la Bolsa de Comercio, Adelmo Gabbi. Fue responsabilizado por Boudou de ofrecerle una supuesta coima para un negociado.

También la Justicia pulverizó la causa.

Ambos episodios significaron el primer intento serio de desembarco kirchnerista en el Poder Judicial. A Righi lo sustituyó Alejandra Gils Carbó, la abogada que dio fuego a un sector de la militancia judicial. Luego vino, aunque en forma parcial, la reforma en la Justicia que instrumentó Cristina.

El kirchnerismo se prepara para resistir en los pliegues del Poder Judicial si el destino lo coloca al margen del poder en el 2015. Para arribar a ese puerto indeseado falta todavía mucho y el escándalo Boudou lo va fijando cada día en peor situación.

¿Hasta cuándo lo sostendrá la Presidenta? Nadie se atreve a dar una respuesta contundente. Pero los números de encuestas que merodean al oficialismo empiezan a asustar.

Cristina cayó cinco puntos en un mes y su aprobación estaría ahora por debajo del 30%. A Daniel Scioli se le estarían empezando a escurrir simpatías y votos. Florencio Randazzo, con los documentos y los trenes, tendría cierta ponderación en Buenos Aires y algo en Capital. Fue el único que, con prudencia, se corrió algún milímetro de la monserga K alrededor del escándalo Ciccone.

El lastre de Boudou, sin embargo, no alcanzaría a ser capitalizado por la oposición. Las diferencias brotaron en el PRO. La senadora Gabriela Michetti manifestó que el vicepresidente debe quedarse donde está –pese a las tropelías que produjo– hasta que se demuestre que no es inocente. La vicejefa porteña, María Eugenia Vidal, auspició en cambio el juicio político en el Congreso para desplazarlo. La brecha tiene que ver con que Mauricio Macri figura procesado en una causa sobre escuchas ilegales. El macrismo pretende resguardar, además, cierta recuperada sintonía con Cristina que le permitió progresar con módicas obras en la Ciudad. Esa constituye su vitrina para el proyecto del 2015, que se estaría reflejando en un estirón de la candidatura del ingeniero en el interior.

Los tonos difieren también en el Frente Renovador. Sergio Massa prefiere recostarse en la inseguridad o la inflación para enjuiciar al Gobierno antes que hacer de Boudou leña del árbol.

El diputado influyó en la carrera ascendente del vice cuando dirigió la ANSeS.

Felipe Solá y Darío Giustozzi son, en ese sentido, mucho más directos y transparentes. La tibieza predomina además en el Frente Amplio y UNEN, con las salvedades de Elisa Carrió, Ernesto Sanz o Julio Cobos. Los radicales hasta se olvidarían de una cosa: en 1998 aceptaron la suspensión como senador del ex gobernador y candidato Eduardo Angeloz. Se sometió durante dos años y medio a una investigación y juicio oral por enriquecimiento ilícito, del cual salió absuelto.

Esa desabrida oposición permitiría también a Cristina y a Boudou hacer lo que están haciendo. ¿Qué puede inducir a la Presidenta a sostener a su vice? ¿Qué razón tan fuerte tendría para permitir que la corrupción se derrame en la escena pública y actúe como ácido sobre su gestión y la chance de sus herederos? Habría una respuesta que sonó lógica hasta ahora: Cristina teme que un golpe final sobre Boudou la debilite para la transición. No querría aceptar, por otra parte, el serio error de haberlo ungido compañero de la fórmula. Aunque la tenacidad de su defensa acercaría otra interpretación: la comparecencia de Boudou podría convertirse en una Caja de Pandora.

Salpicaría a ella misma, a la memoria de Néstor Kirchner y a parte de su gobierno, quizá, si llegara a desmenuzarse el escándalo Ciccone.

Aquella tenacidad defensiva de Cristina se retrató con el lugar que le sigue concediendo a Boudou: la primera fila en los actos oficiales, una vez al lado del demacrado Scioli y otra junto a la incómoda Vidal, la vicejefa porteña. El privilegio otorgó ínfulas al vicepresidente para arremeter contra Lijo, contra enemigos fantasmas y contra periodistas.

Pareció por momentos el acusador y no el acusado. Una inversión que, a lo mejor, no debería sorprender en un país cuya realidad hace rato que está patas arriba.

En ese mismo país donde se ocultan los pobres, el desempleo, la inseguridad y se distorsonan todas las estadísticas, Cristina se regodeó con la creación de un ente estatal para medir el rating de la televisión. También inventó una estrafalaria secretaria del “pensamiento nacional” sólo para empinar al intelectual Ricardo Forster. Pinturas póstumas de un ciclo que presume concluir con grandeza. Zonceras, hubiera afirmado Arturo Jauretche, sencillamente.