Generosos recursos para obras sociales (que son la fuente principal del poder gremial), el dominio absoluto del espacio público y una tolerancia infinita frente a la indisciplina laboral.
El propio Hugo Moyano , ideólogo y ejecutor de la huelga de ayer, encontró en Néstor Kirchner un apoyo fundamental para su inmensa ambición de acumular poder sindical y económico. El ex presidente quería, es cierto, un solo interlocutor gremial. Lo tuvo con Moyano. El precio lo está pagando su esposa.
Cristina Kirchner no tiene casi ningún interlocutor en ese territorio de codicias y traiciones que son los sindicatos. Aun los gremios amigos del Gobierno (los de la CGT de Antonio Caló) levantaron la bandera blanca de la rendición antes de la batalla. El propio Caló señaló, 24 horas antes, que los trabajadores querían ir al paro.
Lo experimentó en su propio gremio, cuyos afiliados se plegaron parcialmente a la huelga. La izquierda gremial fue siempre opositora al kirchnerismo, pero nunca, como ayer, había sido de manera tan explícita una aliada de hecho de la derecha sindical.
¿Estamos ante una admirable capacidad de convocatoria y de liderazgo de Moyano; del jefe de la CTA disidente, Pablo Micheli, y de Luis Barrionuevo . Es imposible negarle a Moyano su representatividad en el sindicato propio, el de los camioneros, y su influencia sobre muchos otros gremios. Últimamente agregó entre sus seguidores a los decisivos gremios del transporte, que ayer repitieron lo que hicieron siempre. Inclinan la balanza del éxito o del fracaso de una huelga general . El ascendente de Micheli es más acotado. La representación que tiene es más de empleados públicos que de trabajadores privados. Es casi imposible imaginar, a su vez, una huelga general exitosa convocada por el incombustible Barrionuevo. Dormía en la mañana de ayer mientras los trabajadores se adherían a la huelga, según contó, tal vez con más ironía que certeza, el espontáneo Gerónimo Venegas.
Todos esos dirigentes pueden perder muchas cosas, menos la precisión del olfato. La representatividad de Moyano o la coherencia de Micheli no explican, por sí solas, el paro más demoledor que los sindicatos le hayan asestado a un Kirchner. El momento fue más importante que los dirigentes. El reciente pragmatismo económico de la Presidenta tiene, y tendrá, un costo político. La decisión presidencial de bajar el salario real (es decir, la capacidad de compra de los asalariados) abrió una brecha más grande entre Cristina Kirchner y vastos sectores sociales.
La alta inflación de los últimos años, y la más alta de los últimos meses, acumuló malhumor en casi todos los argentinos, aun entre los que tienen cierta simpatía por los postulados ideológicos del kirchnerismo. La inflación y la escasez de algunos productos básicos cohabitan en el tiempo con la política oficial de impulsar aumentos salariales por debajo del incremento del costo de vida. Esto sucede por primera vez en la década gobernada por la diarquía de los Kirchner, como es también la primera vez que el Gobierno enfrenta la ingrata misión de aumentar exponencialmente las tarifas de los servicios públicos.
El consumo se derrumbó. La caída fue más pronunciada en algunos sectores, pero llama la atención que haya bajado hasta el consumo de comestibles. La plata no alcanza, entre algunos argentinos al menos, ni para seguir comiendo como comían. El ajuste podrá no llamarse ajuste, pero tiene los efectos de un ajuste. ¿Importa cómo se llame? Entre esas penurias económicas se coló el auge de la criminalidad, que es el principal problema de los argentinos desde hace muchos años. Incapaz de una reacción realista, el Gobierno hasta tomó distancia de las medidas de Daniel Scioli, que tampoco han significado una revolución. Están inscriptas en el manual básico que indica lo que los funcionarios deben hacer cuando deciden enfrentarse con el delito. La huelga no fue convocada por la inseguridad, pero ésta pesa e influye en el estado de ánimo de la sociedad. Y la situación de la voluntad social es lo que dirime, en última instancia, la suerte de una huelga.
Párrafo aparte merece el papel que tuvo ayer la izquierda sindical. Moyano convocó, en efecto, a un "paro matero", como lo llaman ellos, para evitar movilizaciones y eventuales incidentes. La izquierda, que es el fantasma temido y odiado del sindicalismo clásico, lo desafío a éste con piquetes, algunos violentos, en todos los accesos a la Capital. Un error sin atenuantes. El éxito de la huelga venía siendo pronosticado hasta por los dirigentes sindicales que no querían la huelga. ¿Para qué le agregaron el condimento de presión y violencia que no necesitaba? ¿Para qué le dieron al Gobierno el argumento de que la huelga existió sólo porque los trabajadores no pudieron llegar a sus puestos?
La explicación de la izquierda es que ellos querían una huelga distinta a la de la "burocracia sindical" y que esos piquetes estaban destinados a no permitir una eventual negociación entre el moyanismo y el Gobierno. Ingenuidad o exceso de ideología que roza el mesianismo. Como sucedió siempre, la izquierda sindical terminó haciéndole un enorme favor a su peor adversario, que, según confesión propia, es el Gobierno y su nueva política económica.
Ya es hora, de todos modos, de que el Partidos de los Trabajadores Socialistas (PTS) y el Partido Obrero (PO) tomen nota de que representantes suyos han ingresado al Congreso como diputados nacionales. Ya no son dirigentes marginales y alborotados de muy minoritarias fracciones sociales. Un proyecto electoral es incompatible con los piquetes, que han llevado al hartazgo a mayoritarias franjas sociales. Esos métodos podían tener una explicación hace 13 años, cuando los dirigentes piqueteros eran hasta más sensibles en su justificación pública. Ahora carecen de justificación y también de explicación.
De cualquier forma, el ruidoso protagonismo de ayer de la izquierda sindical desnudó otra realidad. El Gobierno perdió absolutamente el control de la calle. ¿Dónde estaba Luis DElía, que hasta se animó a revolearles trompadas a los chacareros durante la guerra con el campo? ¿Qué hacía Milagro Sala, dueña de un ejército de personas violentas? ¿En qué covachas se escondieron los militantes de Quebracho, siempre presurosos a hacerle un favor al Gobierno? Es mejor, desde ya, que no haya estado ninguno de ellos, pero su ausencia exhibió los serios límites del Gobierno en el dominio del espacio público. Gobierno que, por otra parte, no podría quejarse por el apogeo del piqueterismo; los Kirchner alentaron o toleraron esa práctica durante demasiado tiempo. Ni los sindicatos ni los piqueteros sintieron que tenían una deuda de gratitud con la administración kirchnerista.
La Argentina de ahora suele leer todo en clave electoral. Es muy temprano para eso. Pero lo cierto es que ningún candidato presidencial ganó ni perdió con la huelga de ayer. Sergio Massa es amigo del menos influyente de los dirigentes gremiales que convocaron al paro, Barrionuevo. Moyano tiene un pie en La Plata y el otro, en Tigre. Está entre Scioli y Massa, y allí estará hasta las últimas encuestas antes de las elecciones. Gran parte de los candidatos presidenciales tomaron distancia de la huelga. Es el teorema de Baglini hecho realidad: todos se vuelven más realistas cuanto más cerca del poder están.
A ninguno de los candidatos presidenciales le gustó semejante demostración de poder del sindicalismo. Massa recordó públicamente que "la huelga es el último recurso y no el primero". Mauricio Macri se despachó contra la huelga y contra los piquetes. Y Scioli mezcló huelga y piquetes para marcarlos como los enemigos "del progreso". Todos ellos están seguros de que los gremios tienen un poder desmesurado para una República en serio. Planean recortarlo si les llegara la hora. Ya no tienen dudas, sobre todo después de que los sindicatos demostraran ayer que la ingratitud es la condición necesaria de su poder.