John Adams, el primer político que ocupó esa posición, incorporada como novedad en la Constitución de los Estados Unidos y fuente de inspiración para otras constituciones -entre ellas, la argentina- lo comprendió de inmediato. Afirmó: "Es la más insignificante de las funciones que la invención del hombre ha podido construir". Sin embargo, tenía muy en claro que por ser una de las dos principales figuras de la República, alguien que se mueve en lo más alto del poder, su desempeño, por acción u omisión, incapacidad o virtud, tiene un enorme impacto institucional. Dos siglos más tarde, Amado Boudou llegó a la misma conclusión, pero de la peor manera .
Volver hoy sobre el vicepresidente que más rápido dilapidó su capital político es otra forma de entender ciertos códigos del kirchnerismo, decisiones que, en los hechos, no consiguen otro resultado que debilitarlo como fuerza gobernante. El mandamiento es de rigor: ningún alto funcionario deja el gobierno sin la venia presidencial, poco importa lo que haya hecho, cómo lo haya hecho ni con qué resultado. Dos encuestas recientes lo muestran de cuerpo entero. Es el funcionario con peor imagen y su rechazo en la sociedad supera el 49%. La historia argentina no registra otro caso en el que el nombre de un vicepresidente esté tan directamente asociado a la palabra "corrupción" .
Su embestida serial contra jueces y fiscales, dos meses después de asumir como compañero de fórmula de Cristina Fernández de Kirchner, fue interpretada por propios y extraños como un grito de guerra, el anuncio de un tsunami judicial. Impulsó primero la renuncia del procurador general de la Nación, Esteban Righi; después, lo corrió del caso al juez federal Daniel Rafecas; más tarde, al fiscal Carlos Rívolo y, por último, desplazó al fiscal antilavado Raúl Pleé. Como describió un ex miembro de la Corte: "Parecía que habían abierto la temporada de caza en Tribunales".
El talón de Aquiles de Boudou, sin embargo, no fue la reacción que sus acusaciones provocaron en la opinión pública ni la incomodidad que llevaron a amplios sectores del oficialismo. Su ocaso fue la causa Ciccone. El vicepresidente, junto con un viejo amigo, José María Núñez Carmona, y junto con Alejandro Vandenbroele, el abogado que jura no haber visto en su vida, terminaron siendo imputados y acusados de múltiples delitos: tráfico de influencias, abuso de autoridad, negociaciones incompatibles con la función pública, lavado de dinero y enriquecimiento ilícito.
Sobre los tres pesa la sospecha de ser los responsables de un plan ambicioso, cuya ejecución demanda una enorme cuota de audacia y una importante cuota de protección oficial, como es tomar el control de Ciccone Calcográfica, la única imprenta privada del país con tecnología para imprimir billetes. Pero en términos jurídicos existe una diferencia procesal entre los imputados. Mientras Boudou esté en ejercicio no puede ser obligado a presentarse a declarar, aunque avance el juicio en alguna de las causas. Tampoco puede ser arrestado. Se lo puede remover sólo con un juicio político. El eventual pedido de destitución requiere la aprobación de dos tercios de los miembros en Diputados y de dos tercios del Senado para condenarlo. Tres constitucionalistas consultados por LA NACION ofrecieron la misma respuesta. Por la composición actual de las cámaras y el peso de la mayoría oficialista, el pedido de destitución sería inviable. Coinciden en que el kirchnerismo, mejor dicho la Presidenta, ya dio señales de que pagará el costo de retenerlo.
En los quinientos cincuenta días que restan de gobierno, la estrategia de Boudou será una suerte de revival de lo que la política norteamericana conoció en su momento como "el síndrome Quayle". Se trata, en pocas palabras, de monitorear la exposición mediática del vicepresidente para limitar su capacidad de daño. Reducirlo a la categoría de funcionario virtual; alguien con existencia aparente, no real.
George Bush padre demoró menos de tres semanas en arrepentirse de haber convencido a los republicanos para que apoyaran a Dan Quayle como compañero de fórmula. Joven, simpático, con buena llegada al público femenino, una eterna sonrisa de mil voltios, como la de Mandela, pero con una formación política embrionaria, Quayle sorprendió a las audiencias con comentarios tan desopilantes que parecía un demócrata infiltrado en la Casa Blanca. Torpezas como "si no tenemos éxito corremos el riesgo del fracaso", o "vuelvo de una gira por Latinoamérica y lo único que lamento es no saber latín para haber podido conversar con esa gente", o "en Medio Oriente estamos preparados para cualquier hecho imprevisto que pudiera, o no, ocurrir". Cuando el equipo de Bush logró desplazarlo a la sombra, llevándolo a ciudades medianas de la Norteamérica profunda, ante audiencias seguras, el vicepresidente culpó a los medios de ensañarse con su forma de hablar y sus "errores". Un chiste de la época aseguraba: "Si algo le sucede a Bush, el servicio secreto tiene órdenes de disparar contra Quayle".
La agenda noticiosa actual, saturada con temas de enorme gravedad -deterioro de la economía, crispación social, linchamientos, narcotráfico, puja en las paritarias-, resulta una aliada impensada para distanciar a Boudou del ojo de la tormenta. Lo que no podrá atenuar el maquillaje mediático es la cuestión de fondo, que no haya correlato judicial para una causa con demasiados secretos incómodos para el poder y que, para colmo, termina convertida en un escándalo de mala praxis a las puertas de la Casa Rosada.
En su libro La sorprendente historia de los vicepresidentes argentinos, el colega Nelson Castro investigó rigurosamente las vidas de quienes precedieron a Boudou y de las casi siempre malogradas relaciones que la mayoría terminó manteniendo con el presidente de turno. La enumeración de deslealtades, egos incomprendidos, intrigas y traiciones parece salida de un guión de House of Cards. Allí está Domingo Faustino Sarmiento, que hostigaba a su vice, Adolfo Alsina, con una frase que todavía lastima: "Usted no se meta en mi gobierno y limítese a tocar la campanilla en las sesiones del Senado". José María Guido, el día del derrocamiento de Arturo Frondizi, que jura como presidente a las apuradas, sobre el original de la Constitución Nacional, porque no había tiempo de traer una Biblia, y de inmediato irrumpe en llanto sobre el hombro de Julio Oyhanarte, miembro de la Corte Suprema. El libro documenta también la confesión de Julio Cobos después de sepultar con su voto la resolución 125, que impulsaba el gobierno del cual era parte: "Temo muchas cosas; acoso judicial, campaña sucia, me preocupa mi seguridad y la de mi familia, por algún desubicado que pueda existir".
A diferencia de quienes lo precedieron, respetuosos la mayoría de los códigos que hacen posible el ejercicio de la política, Boudou aportó un problema nuevo. Al concentrar tan amplio rechazo, su condición de fusible presidencial, de pararrayos en la crisis, quedó reducida a la nada. Su protagonismo en el caso Ciccone activó, como un acto reflejo, el recuerdo de la noche de Olivos en que Cristina Kirchner dio la sorpresa al anunciar que sería su compañero de fórmula. Hubo aplausos desconcertados esa noche, como si los invitados se hubiesen despertado en mitad de una película. La Cámpora, que nunca lo aceptó como parte del modelo y lo rechaza por su pasado y por sus modos, optó por el silencio. Un caso atendible de obediencia debida.
La mayor paradoja en la trayectoria de Boudou es, sin duda, que alguien al que la Presidenta agradeció por haberla ayudado a tomar lo que ella considera la medida más importante del Gobierno, como fue la apropiación de los fondos de las AFJP, es quien ahora tiene que ayudarla a llegar a 2015. En tiempos de baja calidad institucional como los que vivimos, Boudou es quien mejor encarna el abismo que separa a los representantes de los representados.