La Presidenta volvió a referirse a una de las derivaciones salvajes del delito impune, la sucesión de linchamientos a ladrones, con un tono de lejanía que asusta.
“Responden con golpes –señaló anoche al hablar en Tecnópolis– para solucionar problemas que no son nuevos”. Y se conformó: “ Hacen a la naturaleza humana”.
Traducido a un pensamiento llano, según lo aconsejan los antecedentes presidenciales, habría que aceptar que ladrones han existido siempre, en todos los tiempos y en todas las tierras. Lo auténticamente condenable sería, en este caso, la pretensión de los ciudadanos de hacer justicia por mano propia. Contarían muy poco los 57 crímenes por robo en 97 días que admitió el ministro de Seguridad de Buenos Aires, Alejandro Granados. O los 17 jubilados muertos en asaltos en lo que va de 2014. Lo que dijo Cristina sería el recitado que a diario formula Jorge Capitanich. El jefe de Gabinete supo varias veces coronar aquella vieja idea liminar de Cristina: la inseguridad constituiría sólo una cuestión instalada por los medios de comunicación y sectores de la dirigencia opositora.
La mandataria estaría dejando entrever, incluso, la intervención de alguna supuesta “mano negra” tendiente a perjudicar la transición o a dañar su Gobierno. Difícil no interpretar de ese modo su alusión de “responden con golpes” que enlazó –como si se tratara de los mismos responsables– con la queja sobre que “muchas veces nos dijeron que por nuestro discurso generábamos actitudes reprochables”. ¿A quién se refirió? ¿Serían los linchamientos, acaso, reacciones sociales caviladas, urdidas y ejecutadas?
Con evidencia, la Presidenta parece haber extraviado desde aquella enorme reelección de 2011 su olfato político. Desoyó desde entonces casi todas las demandas sociales y cuando transó con alguna de ellas –la inflación, por caso– lo hizo por la imposición del contexto externo antes que por el sufrimiento de los bolsillos populares. El blanqueo de los índices de costo de vida de 2014 surgió como una concesión al Fondo Monetario Internacional. La política de “precios cuidados” llegó como consecuencia inevitable.
Cristina, ahora mismo, parece no haber registrado que según todas las encuestas, la inseguridad representa la mayor preocupación en el orden nacional.
Para la consultora Managment & Fit abarca al 89,5% de los ciudadanos. Veinte puntos más abajo, en la escala, figura la inflación. Luego el desempleo y la corrupción. El mismo trabajo indaga en si aquella problemática estaría en ascenso: el 84,1% contestó de manera afirmativa. En el turno de las responsabilidades tampoco quedarían dudas.
El 38,7% apunta al Gobierno nacional; el 14,4% a la Justicia; el 4,3% a las administraciones provinciales y el 3,7% a las policías. Un 36,3% reparte culpas en proporciones iguales y un 2,7% no tendría opinión formada. Capitanich insistió la semana pasada, en dos oportunidades, que la inseguridad no sería una cuestión nacional sino de las provincias. Existe alguna sintonía en el poder que funciona con frecuencia equivocada.
Entre esa mala frecuencia y la puja por la sucesión, se inscribe el boicot que el kirchnerismo desató contra la declaración de la emergencia de seguridad en Buenos Aires que dispuso Daniel Scioli el pasado fin de semana. Habría en este punto que marcar una distinción. El gobernador bonaerense, a diferencia de Cristina, no parece haber destruido sus vasos comunicantes con las inquietudes populares.
Sólo que sus respuestas arribarían con demora por la rígida estrategia que se autoimpuso. ¿Cuál? La de eludir frentes de conflictos con el kirchnerismo. Un puente que, a su entender, podría dejarlo al final del camino como un heredero inevitable. Habrá que ver si al final de ese camino su capital político estará acorde con las exigencias del caso.
La ausencia de Gabriel Mariotto durante el anuncio de una emergencia planeada con meticulosidad –incluso con ciertas preguntas de la prensa– fue la primera distancia que marcó el kirchnerismo. Luego vino la cháchara de Capitanich acerca de que la inseguridad sería sólo parte de la agenda de Buenos Aires. El titular de la Sedronar, el cura Juan Carlos Molina, cuestionó el plan por no ser “preventivo” en relación con la venta de alcohol y psicofármacos. Hebe de Bonafini agregó que con más policías no se soluciona la delincuencia. Hasta el tradicionalmente mudo Alberto Sileoni, el ministro de Educación, fue instado al apaleo contra Scioli. Eligió una parábola sutil: exaltó la presunta mejora de la educación en las cárceles para replicar, en parte, el debate sobre la reincidencia y exhibir modos diferentes de combatir el delito al del simple accionar policial.
Scioli opta por no entrar en ese forcejeo verbal. No lo ha hecho nunca cuando por imperio de las circunstancias se levantaron fronteras con el kirchnerismo. Prefiere seguir adelante con su plan, aún cuando no tenga garantías de resultados cercanos. Mandó a transitar algunos medios de comunicación a su ministro Granados. Al ex intendente de Ezeiza, aún en los momentos periodísticos de apremio, no le fue tan mal.
Respondió cortito y sencillo
Quizás emulando al gobernador José de la Sota en Córdoba, Scioli empezó a instrumentar el “plan de saturación” bonaerense. Plagar el territorio con agentes. La convocatoria al personal policial retirado no resulta sencilla: muchísimos fueron echados por desbordes o casos de corrupción. La necesidad, a lo mejor, obliga a pasar en esa selección un peine no tan fino. Dicen que León Arslanián, autor como ex ministro provincial de las grandes purgas policiales, se estaría ahora agarrando la cabeza.
El distanciamiento temporal con el kirchnerismo no le calza mal a Scioli. Al menos, se pondría en aptitud de no entregar la bandera de la inseguridad al diputado Sergio Massa que, sin dudas, sabe hacerla flamear. La pretensión podría perdurar, sin embargo, hasta los próximos crímenes o los nuevos linchamientos.