En la Argentina, hace años, naturalizamos la comunicación agresiva en la política, en los medios y hasta en las relaciones interpersonales. Nadie se priva de la barbarie verbal o escrita. Coléricos o cínicos, sacudimos prestigios o desconfiamos de la honestidad del vecino sin mayores fundamentos.

Pero como sucedió con la violencia política de los años 70, el Estado argentino, por acción y omisión, también lleva sobre sus espaldas la responsabilidad mayor sobre el tema que nos obsesiona en estos días: la "ola" (..) de persecuciones y golpizas emprendidas por vecinos contra ladrones reales y supuestos. Desde hace casi 11 años los sucesivos gobiernos kirchneristas hablan sólo de la oprobiosa represión estatal que tuvo lugar hace más de tres décadas. Paralelamente han tenido un complejo o una inhibición manifiestas para abordar los temas crecientes de la delincuencia común, que ya produjo tantas o más víctimas que las que algunas organizaciones de derechos humanos atribuyen al terrorismo de Estado. Lo asumen como un asunto "de la derecha", como si el delito distinguiera en ideologías a la hora de atacar. Entonces miran para otro lado o ningunean el tema. No está en su agenda. "Es responsabilidad de las provincias", se desentendió Jorge Capitanich el jueves, frente a los diputados.

Lo que no se dice también constituye una forma de violencia no verbal. Frente a la estridencia de tanta sandez, lo no dicho, el silencio, puede ser más dañino, incluso, que la palabra bestial que en el momento menos pensado soltamos o nos zampan. Para algunos significa desamparo; para otros, piedra libre para hacer justicia por mano propia.

Como otra forma de expresión de la inútil guerra de bandos entre K y anti K, subyace la aún más estéril discusión entre garantistas y defensores de la mano dura. El Gobierno estigmatiza a ciertos sectores sociales a los que suele culpar de todas las desgracias nacionales al tiempo que exhibe artificios meramente verbales de defensa de las clases más desposeídas. Al final cae en sus propias lógicas tramposas: según su razonamiento hay delitos por culpa del neoliberalismo que multiplicó la cantidad de pobres (¿pero no era que la "década ganada" había revertido esos males a partir de 2003?).

Escandalosa mirada elitista: los pobres son ladrones porque no tienen salida. Gran injusticia para la inmensa mayoría de los humildes que a pesar de todas sus carencias no se les ocurriría jamás tomar algo ajeno y, mucho menos, por medios violentos.

En estos días, el zafarrancho de palabrerío dejó al descubierto que la patológica inclinación a la violencia verbal se dispara desde los lugares más inesperados.

El tsunami mediático de episodios de justicia por mano propia (fue una semana extenuante en la materia) reconoce dos detonantes: el joven asesinado a patadas en la cabeza en Rosario y la #CrónicaDeUnLinchamiento de Diego Grillo Trubba, que describió un episodio similar en Palermo, pero sin tan trágicas consecuencias, y que se viralizó en las redes sociales. A partir de la concatenación de un tema con el otro, no hubo otro tipo de noticias que importara más y todos los medios sobredimensionaron sorprendentes hechos parecidos.

¿Había explotado una nueva modalidad? ¿Los medios la incentivaban? Ni tanto ni tan poco. Lamentablemente no son nuevos los pillajes al paso. En algunos casos las víctimas y los testigos se muestran inermes y en otras reaccionan con todo tipo de matices. Sucede a diario. Sólo que en esta semana particulares y periodistas estuvieron más atentos para relevar hechos de esa naturaleza y lo consolidaron como una tendencia que visibilizó el tema. Hasta un actor conocido como Gerardo Romano quedó involucrado en una de las historias y eso sirvió más todavía para atizar el fuego mediático.

Los que en estos años callaron frente a crímenes comunes aberrantes que no tuvieron mayor contención policial, jurídica y política, ahora se rasgan las vestiduras cuando el hartazgo social se vuelve agresor, se animaliza y nos devuelve a la ley de la selva. Si las autoridades nacionales hubiesen machacado con el mismo énfasis sobre el respeto a los derechos humanos del pasado en la defensa de los actuales, al menos habrían templado a las víctimas y a sus familiares al actuar en parte como disuasivo de algunas inconductas. Pero eso no sucedió. Hubo ausencia de palabra. O peor: justificativos gravísimos, tan luego en boca de la Presidenta ("Cuando alguien siente que su vida no vale más de dos pesos para el resto de la sociedad, no le podemos reclamar que la vida de los demás valga para él más de dos pesos"). Léase: toda la sociedad vale dos pesos. Inquietante.

Pero las palabras también pueden curar. Hace mucho tiempo estaban por lapidar a una mujer por adúltera. Pasaba por allí Jesús y persuadió a los enardecidos: "Quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra".

No hizo falta milagro alguno: la fuerza del argumento fue suficiente. Al usar las palabras adecuadas, simplemente las manos se abrieron y las piedras cayeron al piso.