En muchos sectores empresariales, crear y destruir empleos no es fácil y suele ser bastante costoso. Formar recursos humanos, entrenarlos lleva un tiempo, y también establecer relaciones de confianza y convivencia. Los despidos, además, son caros.

Por eso, cuando las cosas van bien, se agregan horas extras primero y luego se toma nuevo personal.

A la inversa, cuando las cosas no van bien, primero se reducen las horas extras, luego se llega a las suspensiones y finalmente empiezan los despidos. Es por estos fenómenos que los efectos del crecimiento y de la recesión sobre el empleo total se aprecian en general con retardo.

Si la demanda laboral y la expectativa de creación de empleo flaquean es porque los empresarios piensan que la economía demorará en recuperarse o continuará en caída. Todo el mundo se pone a controlar los costos. Los recortes más drásticos suelen comenzar en otros aspectos del negocio, pero finalmente llegan al empleo.

Si la perspectiva es que se aproxima un período largo de pobre actividad y caída en la producción y las ventas, y encima se sufren al mismo tiempo costos crecientes, el deterioro del empleo es sólo una cuestión de tiempo.

El temor a la desocupación puede ser un gran disciplinador de los reclamos laborales. Un clima enrarecido puede contribuir a que los sindicatos, particularmente los que representan actividades del sector privado, acepten negociar aumentos salariales inferiores a la inflación, como quiere el Gobierno.

El problema es que en un contexto de un mercado de trabajo con escasa o nula creación de puestos o con caída del nivel de empleo difícilmente el oficialismo en el poder pueda aspirar a un triunfo electoral.

La hiperinflación de 1989 y 1990 fue un gran disciplinador que utilizó hábilmente el menemismo. El temor a repetir el desastre impulsó a muchos a tolerar medidas que prometían evitarlo y requerían sacrificios de los trabajadores.

El kirchnerismo ha aprovechado muy bien el temor a repetir el hiperdesempleo del final de la convertibilidad.

Si el empleo flaqueara, el cristinismo tendría un contenedor social menos, que es nada menos que el que ha logrado hasta no hace mucho que la ciudadanía tenga cierta tolerancia a la creciente inflación.

El empleo en el sector privado muestra serios problemas al menos desde 2007, y por eso el gran creador de puestos de dudosa productividad ha sido el sector público.

Ahora también hay límites para ese escape, porque el déficit fiscal parece muy difícil de controlar y esto limita las posibilidades de que el Estado tome mucho personal.

La aceleración de la tasa de inflación y los aumentos en gastos que son ineludibles, como en alimentos, empeoran el panorama.

Probablemente el plan es tratar de alinear las variables este año y enfrentar la elección crucial para la continuidad del kirchnerismo en 2015, sin Cristina en la Presidencia, con un mejor panorama.

Es una situación de alto riesgo. En el final de la convertibilidad, con la recesión que comenzó en 1998, la tolerancia de la población duró no sólo por el miedo a volver a la hiperinflación y la devaluación brutal. También porque los precios bajaban en lugar de subir. Los ahorros y hasta eventualmente una indemnización podían rendir un tiempo más prolongado.

En la década perdida de los años 80, la inflación alta y persistente era tolerada porque el empleo no caía.

Pero la Argentina parece un laboratorio para probar todas las clases de crisis económicas, y ahora se podría experimentar un período de alta inflación persistente que incluya una destrucción neta de puestos de trabajo.

Es un escenario cuyos efectos políticos, económicos y sindicales son difíciles de prever. La caída de la demanda laboral y de la expectativas de creación de puestos de trabajo eran esperables, pero no por eso son menos preocupantes.

Y también son preocupantes los efectos sociales. La Argentina ha padecido una creciente inseguridad y un aumento del narcotráfico, incluso en medio del crecimiento económico. El panorama es sombrío si los desempleados se multiplican.