Si las cosas se hacen bien, al estancamiento puede seguir la reactivación y a la inflación, la estabilización. Cuando irrumpe la estanflación, en cambio, con ella se hace presente el peligro mayor que enfrentan los gobernantes, cercados como están por dos males concurrentes que se alimentan recíprocamente, planteándoles opciones aparentemente imposibles, ya que, si privilegian combatir la inflación, acentúan el estancamiento y, si combaten el estancamiento, acentúan la inflación.

Este durísimo dilema no se habría presentado si el gobernante hubiera gestionado bien, pero la estanflación se hace presente justamente cuando un gobernante, que ha gestionado mal, quiere enmendarse; lo peligroso, para él, es la transición de lo malo a lo bueno. Lo malo que ha hecho Cristina hasta ahora es, por lo pronto, gastar de más. De aquí a mentir sobre las verdaderas cifras de la inflación, no hubo más que un paso. La Presidenta lo dio. Cuando fijó las últimas cifras de la inflación en 3,7% mensual, empero, empezó a reconciliarse con la verdad. Y ahora, paradójicamente, sufre las consecuencias.

De ahondar en la mentira, por otra parte, Cristina se hubiera ahorrado la incomodidad que padece hoy, pero esto a cambio de males mayores en el futuro. La mentira, después de todo, tiene patas cortas. Si mantiene su adhesión al 3,7 del último mes, por lo contrario, empezará la dolorosa recuperación de un valor que casi había perdido: el inestimable valor de la credibilidad.

¿Cómo interpretar entonces este giro de la Presidenta hacia la verdad? ¿Estamos frente a una verdadera conversión de orden moral o, apenas, frente a una nueva demostración de astucia? Lo más probable es que Cristina oscile a partir de ahora entre las dos opciones principales que le quedan: volver a mentir o, simplemente, sincerarse. No podrá volver a mentir sin más, porque su capital de credibilidad está más bajo que las reservas del Banco Central; pero sería ilusorio pretender de ella, a estas alturas de las circunstancias, una verdadera transformación moral.

Se cuenta del general Roca que, cuando era coronel y había exhortado a la tropa con encendidas palabras, su asistente le recriminó por exagerar, a lo cual Roca le repreguntó: "¿Y qué querés que les dijera? ¿Muchachos, vamos a perdernos esta batallita?".

A una persona que ha mentido sistemáticamente como la Presidenta no podemos exigirle tanto como un baño de sinceridad; nos basta, en cambio, con que a partir del 3,7% nos ofrezca una versión mezclada de mentira y de verdad.

Hasta la alusión al 3,7%, nuestras opiniones se dividían, ya que en tanto los cristinistas aplaudían rabiosamente a Cristina desde los patios de la Casa Rosada, una callada multitud descreía de sus palabras. ¿Será posible alterar esta fórmula de ahora en más? En los dos años que le quedan de gobierno, y sin esperar de ella un cambio total de mentalidad, ¿sería excesivo esperar que nos brinde al menos el beneficio de la duda? ¿Podríamos pedirle al menos una cierta cuota de razonabilidad?

El ideal sería que la transición entre el actual gobierno y el próximo nos acercara un poco más a la normalidad. Para concretar esta meta, haría falta que disminuyera la cuota de cristinismo que todavía queda, con su inclinación por la mentira y el fanatismo, y que aumentara considerablemente la vocación de la ciudadanía por participar en la vida pública a partir de una mirada independiente. ¿Estaremos a esta altura?

Lo están, por lo menos, las repúblicas vecinas. Aparte de las democracias europeas, también podría decirse de varias repúblicas latinoamericanas como, por ejemplo, Brasil, Uruguay, Colombia y algunas más que se acercan al ideal democrático. ¿Por qué no pasó lo mismo aquí? Porque hubo una ambición despótica de Néstor y Cristina. Uno murió. La otra se está acercando al fin de su ciclo. La pregunta que nos queda es fuerte: ¿quiénes ocuparán su lugar?

El cristinismo, que ya se aleja, deja entonces un vacío que otros intentarán llenar. ¿Quiénes serán? En nuestra historia, más de una vez ha habido una coalición de autoritarios que querían hacerlo todo y otra de indiferentes que miraban. ¿Será éste, otra vez, el signo de nuestra vida pública? ¿O demasiado o demasiado poco? Hasta ayer, hubo un gran culpable, el kirchnerismo. Si no atinamos a desplegar la transición hacia una de las repúblicas democráticas que empiezan a poblar América, ¿de quiénes sería, esta vez, la culpa?.