Pese a la calma del mercado de cambios y a la estabilización de las reservas del Banco Central en los últimos días, siguen en pie riesgos importantes, originados en la economía, pero que amenazan también a la sociedad y a la política. Sería muy penoso si ellos finalmente se concretaran. No sólo por los altos costos sociales, sino también porque ya llevamos doce años sin crisis profundas como las que antes ocurrían cada lustro.

La crisis actual se debe principalmente a errores de la política económica y no a la presencia de un shock externo o alguna oscura conspiración. También contribuyeron los desincentivos crecientes a las exportaciones, al comercio exterior en general y a la inversión nacional y extranjera, que ahuyentan así a los dólares que hoy escasean. Al pecado original de febrero de 2007, cuando se comenzó a mentir descaradamente sobre la inflación -no obstante lo cual siguen a cargo del Indec las mismas autoridades de los últimos años-, se agregaron luego desatinos como el cepo cambiario, que, está a la vista, agravó la situación.

Los síntomas son tristemente familiares: inflación alta y creciente, debilidad de las reservas del Banco Central, devaluación brusca del peso, significativos atrasos de las tarifas de los servicios públicos, déficit fiscal "financiado" con emisión monetaria, inversión en retirada. De no cambiar rápidamente el curso de los acontecimientos se agregarán una recesión, caídas muy fuertes de los salarios reales, ya iniciadas en las jubilaciones, y la profundización de tendencias hoy incipientes a la huida del dinero y la pérdida del valor de los activos.

La principal causa económica de estos males es una inflación hoy superior al 30% que nos coloca en el podio mundial detrás de Irán y Venezuela, lo que exime de otros comentarios. El principal impulso estructural para el aumento de los precios ha sido una expansión fiscal desbocada, con escasos precedentes mundiales, que llevó el gasto público de 30,9% del PBI en 2006 a 45,3% en 2013, valor superior no sólo al promedio de los países emergentes (29,7%), sino también al 41,8% de los países desarrollados. Para luchar contra la pobreza y reducir la desigualdad, era imprescindible aumentar el bajo nivel de gasto de 2006, invirtiéndolo en programas como la asignación por hijo o el reciente Progresar, pero su valor actual no es financiable, su eficiencia es baja y sus resultados sociales, sólo mediocres. Hay que lamentar que se hable tan poco de esta cuestión, por considerarse "políticamente incorrecta". Pese a una presión tributaria sin precedente se necesitó "redescubrir" las ventajas de la emisión para poder financiar el déficit fiscal, con un monto de 90.000 millones de pesos en 2013, valor que no está lejos de los subsidios sociales y económicos que reciben sectores pudientes.

En el apuro de remediar tantos males se hace ahora todo lo que se dijo durante años que jamás se haría: devaluación brusca, aumento de las tasas de interés y búsqueda desesperada, casi mendicante, de dólares, lo que se complementa con variadas amenazas, que se concretan poco, pero dañan bastante. Aun así, todo esto puede no alcanzar. Nadie sabe cuál será el final de la historia y no es necesario pronosticar catástrofes para entender que la obligación de todo gobierno es prever aun lo peor y actuar en consecuencia. Con curioso economicismo se ignora o se soslaya que cuanto menor sea la confianza en el Gobierno y en sus políticas mayor será la tasa de interés necesaria para aumentar la oferta neta de divisas y evitar o moderar la caída de las reservas, y que ello será obviamente negativo para el crecimiento de la economía. La confianza en el Gobierno es hoy muy baja por la situación económica, por la confusión acerca del rol efectivo de la Presidenta en la toma de decisiones y porque no da la impresión de que alguien esté advirtiéndole de los riesgos que corremos los argentinos, especialmente los más pobres, y también su gobierno y su futuro. Bien vale tomar nota de la carrera de estos días entre los premios Nobel Joseph Stiglitz y Paul Krugman para ver quién se despega primero del Gobierno. En este contexto, la tasa de interés "necesaria" será muy alta.

Prevalecen mientras tanto en la esgrima mediática dos posiciones desalmadas. Opositores extremos esgrimen la teoría del escarmiento, cercana a la política de lo peor: mejor que se vaya todo al albañal, porque sólo así los gobernantes y quienes los votaron aprenderán la ruindad del rumbo elegido. En la trinchera de enfrente, el núcleo duro del Gobierno -no todo el oficialismo, porque aumentan los desertores silenciosos- aparece dispuesto a sacrificarlo todo en el vano altar de una ideología borrosa sin que esté claro el sentir de la Presidenta al respecto. Un sórdido y subterráneo hilo conductor enlaza a estos pensamientos extremos y es el enorme costo social que conllevaría su realización, ya que tanto si se concreta el "escarmiento" como si el Gobierno persiste en su ideologismo los más perjudicados serán los más pobres, por la inflación y por el menor nivel de empleo.

El tiempo y el menú de alternativas se están acortando, pero todavía hay caminos posibles. Un plan de estabilización y acceder al financiamiento son las claves no sólo para evitar una gran crisis, sino también para que el costo de hacerlo no sea la recesión. En su ausencia quedará como única alternativa la política recesiva en curso. Aquellas propuestas comparten una dificultad, y es que obligan al Gobierno a desandar casi explícitamente su camino de los últimos años. La estabilización requiere acuerdos políticos y sociales, en vez del enfrentamiento permanente, y el financiamiento demanda credibilidad, incluyendo no sólo el saneamiento del Indec, sino un programa monetario, fiscal y de inversión 2014-2015. Un plan de esta índole potenciaría los activos que la Argentina puede mostrar y hoy casi ni se ven: el relativamente bajo endeudamiento del Estado con el sector privado, el potencial adormecido de muchos sectores de la economía, los yacimientos de petróleo y gas no convencional, los 130.000 millones de dólares de activos externos de particulares o la resistencia a la baja de los inmuebles que muestra que todavía la gente fuga de la moneda argentina y de los activos financieros, pero no del país como tal.

La tradición peronista ofrece dos caminos opuestos ante desafíos análogos a los de hoy. Una inicialmente exitosa, la de Perón en 1952, que incluyó un plan de estabilización y políticas para aumentar las inversiones nacionales y extranjeras y la productividad y cuyo deterioro posterior fue sobre todo político. La otra fue la de Isabel Perón y su "rodrigazo", en 1975, que, en un contexto externo negativo por la caída de los precios de las exportaciones, introdujo a la Argentina en una megainflación que duró 15 años y culminó en la hiperinflación, herencia de la que el peronismo no se ha hecho cargo hasta el día de hoy. Hay todavía diferencias importantes con la situación actual, pero también intranquilizadoras similitudes, como haber iniciado ajustes de las variables nominales sin un plan coordinador de expectativas y apostando a que los sindicatos y otros sectores sociales acepten reducir sus ingresos reales. Esto no ocurrió en 1975 y difícilmente ocurra ahora fuera del marco de un plan más amplio que dé lugar a que tanto los sectores sociales como los económicos acepten sacrificios hoy a cambio de perspectivas más ciertas de que se evitará no sólo la crisis, sino también la recesión.

El marco político ideal para un plan semejante sería un acuerdo de partidos, que aparece hoy casi imposible en la Argentina, principalmente por el solipsismo oficial. En su ausencia, sólo queda que el peronismo oficialista ocupe el lugar protagónico en el Gobierno y que la política económica cambie hacia cabezas más sensatas y manos más eficaces.

Por tratarse de una más de la larga serie de metamorfosis que el peronismo ha protagonizado en su historia, el experimento debería sortear dudas sobre su credibilidad, y por ello puede ser imprescindible de todos modos la ayuda de la política para lograr un acuerdo social que dé mayores bases de sustentación al plan.