Los sufridos habitantes de nuestra república sienten el peso agobiante de los impuestos como nunca antes había ocurrido. Algunos son evidentes y directos, otros gravan y se pagan a través del consumo de bienes y servicios. Y ha emergido otro impuesto más impiadoso y que el Gobierno recauda con facilidad al emitir dinero sin ninguna contrapartida: el impuesto inflacionario.
La capacidad de evadir o eludir ésta y las demás cargas tributarias está reservada a quienes tienen las habilidades para hacerlo y no tienen escrúpulos para no hacerlo. Los más afectados son, en definitiva, los que cumplen y los que trabajan formalmente. El impuesto inflacionario es tal vez el más regresivo, ya que afecta principalmente a los asalariados, jubilados y personas de bajos ingresos.
Pero lo cierto es que el abuso impositivo no se limita sólo al gobierno nacional. También las provincias y los municipios, con pocas excepciones, se han plegado a la carrera por aumentar impuestos y tasas. Sus presupuestos están al rojo, sometidos al doble efecto de un aumento de sus gastos y a la reducción de las transferencias recibidas desde la Nación. Se ha logrado así construir una realidad en la que los ciudadanos soportan un acoso tributario que no tiene un solo frente gubernamental, sino varios y simultáneos.
Detrás de este grave fenómeno está el persistente y desmesurado crecimiento del gasto público que ha abarcado todos los niveles de gobierno. Medido en dólares a la cotización oficial, el gasto total pasó de 92.000 millones en 2003 a 230.000 millones en 2013. En porcentaje del Producto Bruto Interno (PBI) la evolución fue desde el 30 por ciento al 46 por ciento. La recaudación impositiva en los tres niveles de gobierno pasó, en el mismo período, desde el 27% al 41%del PBI. Se trata de un aumento desmesurado pero, como puede observarse, fue insuficiente para acompañar el crecimiento del gasto. De ahí el déficit fiscal que debe ser financiado con emisión ante la imposibilidad oficial de acceder al crédito.
Con estos porcentajes, la Argentina se equipara a los países europeos de mayor carga impositiva, pero de ninguna manera puede compararse con ellos por la calidad y cuantía de las prestaciones estatales. De hecho, el sector privado debe suministrarse servicios que teóricamente paga a través de los impuestos, pero que no recibe del Gobierno o que le llegan con calidad deficiente. Es el caso de la seguridad, la educación, la salud, las carreteras y muchos otros. De esta forma, el contribuyente advierte que lo que paga no le retorna adecuadamente. Además le llegan las evidencias de la corrupción y el enriquecimiento indebido de los gobernantes, por lo que se generaliza la autojustificación de la evasión, que así se mantiene elevada. Resulta entonces que, para lograr una recaudación impositiva tan alta como el 41% del PBI, quienes no evaden están sometidos a una presión tributaria nominal mayor.
Es común encontrar en la Argentina actividades que tributan más del 60% de sus ingresos. Lo que puede esperarse de esta situación no es más que el desaliento a la inversión en un mundo en el que las empresas organizadas no están dispuestas a evadir ni tampoco a ser esquilmadas.
La desmesura impositiva es la consecuencia de un modelo inviable y fracasado. El crecimiento del gasto público a niveles inéditos en la Argentina ha respondido a un populismo que enmarcó una deplorable gestión de gobierno. Una parte de ese desborde se origina en los subsidios a la energía, el transporte y otros sectores. Éstos eventualmente podrán ser reducidos aunque con las consecuencias sociales de la normalización tarifaria. A estas consecuencias deberán agregarse las que resultarán del inevitable recorte de los planes sociales en un proceso de ajuste fiscal que ya ha comenzado.
Hay otros dos componentes del aumento del gasto público que será mucho más difícil retrotraer. Nos referimos al crecimiento de más del 50% de la planta de empleados públicos en el país y al importante aumento del número de jubilados por efecto de la moratoria previsional. La garantía constitucional de la estabilidad del empleo público así como los derechos adquiridos por quienes obtuvieron su jubilación aun sin haber hecho aportes impondrán una extrema rigidez en el tratamiento de estos rubros de elevado gasto público.
Hay un gran desafío por delante. La corrección del abuso impositivo que hace inviable el progreso exige, como se ve, un tratamiento seguramente difícil para lograr enmendar los errores y desaciertos acumulados durante los últimos diez años.