La dramática aceleración de la crisis económica y el debilitamiento del Gobierno están llevando, con pocas excepciones, a los protagonistas mediáticos del debate político -periodistas, intelectuales, analistas, dirigentes- a un nuevo round de la larga saga de esta década, impulsada por el Gobierno: una querella sin cuartel en la que nadie quiere reconocerle nada al otro, negando sus razones y descalificando sus propósitos. No es aventurado pensar que esa actitud agravará las dificultades y podría desbaratar posibles consensos que faciliten la transición política en curso.
Acaso tres rasgos caracterizan esta discordia: la compulsión a la repetición, la paradoja y la ausencia de perspectiva. Repetición -utilizando terminología freudiana y asumiendo la licencia de trasladarla a la sociedad- porque la discusión actualiza puntos oscuros del pasado, nunca resueltos, que retornan con insistencia al presente en forma de síntomas y modos de actuar. Dice Freud en un párrafo célebre: "lo que permaneció incomprendido retorna; como alma en pena, no descansa hasta encontrar solución y liberación". Ciertos problemas argentinos, profundos y cíclicos, vuelven a presentarse, atraviesan las generaciones, suscitan debates parecidos, enconos perpetuos, peleas parroquiales, configurando lo que el psicoanálisis llama "neurosis de carácter o de destino".
En segundo lugar, la pelea política es paradójica. La mayor parte de sus protagonistas representan o adhieren a un programa implícito, de orientación progresista, respaldado por el 80% de los votantes. Efectivamente, peronistas y radicales de distintas cepas, socialistas, izquierdistas moderados, socialcristianos y otros comparten ideas directrices. Están de acuerdo con el rol del Estado en la economía, con la distribución progresiva del ingreso, con la ampliación de los derechos civiles y con el respeto a las libertades de expresión y reunión. La guerra política en la que estamos envueltos parece desproporcionada, a sus participantes los diferencian cuestiones que, aunque sean importantes, resultan instrumentales antes que de fondo.
En tercer lugar, la querella carece de perspectiva y es reacia a las comparaciones. Se centra en la pura coyuntura y en las actitudes individuales. Le falta visión de mediano plazo y valoración de las cuestiones históricas y estructurales que condicionan el presente. Tampoco busca explicaciones en la evolución de la situación internacional. De ese modo, problemas como la inflación, la crisis energética, el insuficiente desarrollo industrial, el clientelismo político, la colonización del Estado por intereses particulares, el deficiente federalismo, quedan confinados a la responsabilidad exclusiva del Gobierno, eludiéndose una indagación de mayor aliento para entender y remover sus causas.
Confinado por la estrechez de miras, el sectarismo, los resentimientos, la falta de información y, en muchos casos, el interés económico de los que sirven al Gobierno o a sus detractores, el debate político se cristaliza y se torna cada vez más agresivo. Podría sintetizárselo así: para el kirchnerismo duro estamos ante una conspiración del mercado (o de los "sectores concentrados"), con el objetivo de destruir los logros de una década de redistribución del ingreso y mejoras sociales; en ese complot participan desde banqueros hasta comerciantes chinos, desde radicales hasta comunistas, desde amas de casa hasta intelectuales, basta que señalen defectos de la política oficial o, simplemente, la padezcan. Del otro lado, los críticos más severos del Gobierno no están dispuestos a reconocerle ningún logro, haciéndolo responsable de todos los males, que generarán, según ellos, un apocalipsis en pocos meses. No existe conciliación posible, rige la ceguera para los argumentos del contrincante.
Otro debate, sin embargo, es factible. Historiadores económicos y políticos hacen aportes significativos a este intercambio, examinando con perspectiva y sin prejuicios los problemas argentinos. Periodistas, pensadores y ciudadanos, de estirpe pascaliana, buscan el justo término; opositores sensatos evitan empujar al vacío a un gobierno en apuros. Son actitudes que otorgan poco rédito en una cultura política que muchas veces confunde lucidez con tibieza. No obstante, señalan el camino de un diálogo posible, que convierta la transición política en una oportunidad de mejorar el país.
No me refiero a grandes revelaciones sino a contribuciones útiles y desinteresadas para comprender el presente y afrontar el futuro. José María Fanelli, un economista del lote que rescato, concluye su último libro, sobre las potencialidades de desarrollo de la Argentina, con una metáfora que va en esta línea. Imagina haber tirado una botella al mar con un mensaje: "La esperanza -escribe- es que, si es leído, sea de alguna utilidad en el debate sobre cómo construir consensos para una buena política".
Sería deseable que entendieran y acompañaran esos anhelos los que, sin responsabilidad ni mesura, se pintan la cara estos días.