Mejor no hablar de un gobierno convencido de que toma decisiones acertadas e inteligentes, cuando en realidad toma decisiones demostrativas de que en su seno cunde el desbarajuste y la improvisación.

No hace falta ser un profundo analista de la realidad para advertir que la chapucería política y la económica son los más claros signos de identidad de este gobierno.

En suma, mejor no hablar de un régimen sumido en la truculencia populista, tan inepto que se niega a la más leve autocrítica y todavía emperrado en suponer que sus aplaudidores son personas sinceras y reflexivas que están allí por voluntad propia y no porque la obsecuencia les asegura buen pasar y les permite eludir cualquiera de los cepos en vigor.

El triste credo kirchnerista marcha a contramano de la ejemplaridad democrática, ya que desdeña evidencias tan contundentes como ésta: no se da cuenta de que sólo arreando gente ingenua del conurbano y de las cada vez más densas villas miseria puede llenar apenas un cuarto de Plaza. (Esto fue más que notorio la noche del trigésimo cumpleaños de nuestra atormentada democracia, acaso más recordada como la noche en la que la Presidenta probó su aptitud para ensayar pasos de cumbia y en la que unos cuantos cantantes populares amenguaron ipso facto su popularidad.)

A estas alturas de las circunstancias no tiene sentido malgastar todavía más palabras con intención de precisar qué clase de catadura cívica e intelectual exhibe un régimen que tiene extinción prevista y anunciada.

En cambio, tiene cierto sentido que tomemos conciencia -ya mismo- de cuán empinada cuesta se nos viene encima y habrá que remontar para que la sociedad argentina consiga revertir el actual proceso de decadencia. Por descontado, la tarea de restituir normas de conducta ha de ser tan ímproba como la de restablecer aquella esencial escala de valores que daba sentido civilizado a nuestra existencia.

Habrá que desterrar la corrupción y habrá que acabar con el engañoso "modelo" (ese cuento del tío) para que el país y la gente honrada vuelvan a gozar de respeto y merecer confianza. Habrá que cauterizar los forúnculos del rencor y del desprecio (que tan a menudo inflaman la verba oficialista) para que nuestra epidermis sociopolítica vuelva a lucir sana y tersa.

Habrá que encontrar buenas maneras para que la cultura del trabajo sea preferible a la cultura del subsidio.

No ha de ser tarea sencilla. La docencia social no se impone por decreto ni pueden ejercerla quienes acaparan bienes materiales y reniegan de la austeridad, ni tampoco quienes se creen dueños de verdades lapidarias y, por lo tanto, aborrecen el disenso, ese requisito de fe republicana.

Habrá que trabajar duro para que la Argentina deje de ser este país de piqueteros y barrabravas y de dirigentes pícaros y oportunistas que por algo hacen buenas migas con barrabravas y piqueteros.

No será fácil que volvamos a creer que nuestra libertad limita con la libertad del prójimo, que no hay verdades absolutas, que la ley es una y para todos, que el poder no implica prepotencia y que la democracia agradece el estricto cumplimiento de estas reglas.

¿Cuántas décadas esforzadas deberán transcurrir para que la Argentina consiga capear este retroceso y para que nuestros hijos y nietos sean de nuevo habitantes de un país de promisión?

Éste es el gran tema: la decadencia, el rumbo del país y nuestros hijos y nietos. Por lo tanto, más vale no hablar de este gobierno ni de la estafa moral, política y económica que nos ha infligido. Agrupémonos y sepamos afrontar la barranca arriba que el "relato" no describe, pero que el kirchnerismo habrá de legarnos.