No sólo porque, al decir de Nino, el nuestro parece un país "al margen de la ley", sino porque la confianza pública en la legislación es bastante escasa: hecha la ley, hecha la trampa, se dice a menudo con desesperanza. Es que las leyes deben ser interpretadas en cada caso y los encargados de esa tarea son los jueces. Los intersticios de la ley, hábilmente explotados por cualquier abogado en ejercicio de su profesión, pueden generar interpretaciones diversas, que acaso no condigan con lo que deseamos. Por eso es tan importante que las normas impartan a los jueces instrucciones tan unívocas como sea posible.

Es claro que una univocidad absoluta es imposible y siempre queda al intérprete un margen de discrecionalidad, ya sea deliberadamente previsto o advertido luego frente a casos novedosos. Lo más que puede hacerse en un código es dar pautas de interpretación que tiendan a un ejercicio más o menos coincidente de la función judicial.

Así lo hizo el Código Civil vigente en su artículo 16. Manda atenerse primero a las palabras de la ley (es decir, a su lectura literal). En segundo lugar, a su espíritu (un margen más amplio, pero idealmente ceñido a los propósitos del legislador). En tercer lugar, a "los principios de leyes análogas" (otra ampliación del margen, pero al menos referida al contenido concreto de otras leyes). Y sólo en último término autoriza al juez a guiarse por "los principios generales del derecho", una suerte de ideas en las que todos creen pero que no todos entienden con el mismo contenido frente a circunstancias individuales. En otras palabras, abre la mano cuando ya no queda otro remedio.

Desde entonces, la historia ha hecho lo suyo. Desde mediados del siglo XX, las normas han incorporado principios y derechos y magnificaron la primacía de ellos en el conjunto del sistema, como resulta de la Constitución de 1994 que los sitúa en el nivel más alto, tanto por su inclusión en su texto como por su referencia a los tratados de derechos humanos.

Por supuesto, este cambio ha representado un avance político, ya que tradujo la exigencia de respeto por derechos tan a menudo conculcados en el pasado como a veces burlados en el presente. Pero generó también una consecuencia técnica no tan favorable. Si una norma establece obligaciones, queda bastante claro quién debe cumplirlas, de qué modo, en qué tiempo y bajo qué sanciones; si, en cambio, proclama un derecho, el modo de asegurarlo no forma parte del texto y la decisión queda en manos del intérprete, es decir, del juez. Sólo que, como ahora los derechos tienen nivel constitucional, su interpretación no reglada queda por encima de todas las leyes y de todos los códigos.

Los tres primeros artículos del proyecto de nuevo código toman nota de esto con más alegría que resignación: el primero manda que la interpretación sea conforme con la Constitución y los tratados, menciona la jurisprudencia y rescata el valor de la costumbre (que desde el siglo XIX tenía una influencia mínima). El segundo habla de las palabras, las finalidades, las leyes análogas, los tratados sobre derechos humanos, los principios y los valores. El tercero manda al juez resolver mediante una "decisión razonablemente fundada".

En su presentación, Lorenzetti dice que el código se inserta en un sistema complejo, en el que "quien aplica la ley o la interpreta establece un diálogo de fuentes que debe ser razonablemente fundado". En otras palabras, que en el juez reposa la tarea de consultar las fuentes del derecho, establecer entre ellas una relación para el caso y dar una decisión razonablemente fundada. Pero, como el concepto de razonabilidad es extremadamente subjetivo en materia jurídica y moral, el magistrado se convierte en autor-moderador del "diálogo" que las fuentes mantienen en su propia conciencia, sin que se prevea la ganadora. Los jueces pueden ser muy buenos, y de hecho lo son en su mayoría; pero hay miles de ellos y, si se aumenta el inevitable margen con el que cada uno reconstruye a su modo el conjunto del derecho, puede llegar un momento en el que nadie sepa ya qué leyes son las que rigen la conducta de cada ciudadano.

Este peligro no se advierte todavía porque casi todos creen -les hacen creer- en la magia de palabras venerables (razón, libertad, igualdad, dignidad, justicia), debajo de las cuales se ocultan gravísimas controversias. El Código Civil tal vez no pueda contrarrestar eso, pero al menos debería dar muestras de advertirlo en lugar de agravarlo. Acaso el tratamiento del proyecto en la Cámara de Diputados constituya una oportunidad para examinar este punto de notable gravedad institucional.