Me comentaba un vecino perplejo, residente en el lado oscuro de la calle, que había ido a comprar velas y se había sorprendido por la variación y el encarecimiento de los precios: de 5 a 30 pesos por un paquete chico en pocas cuadras a la redonda. Eso cuando logró conseguirlas, porque ya casi no quedaban. La gente descendía resignada de los pisos altos de los departamentos, caminando a tientas por la escalera, en busca de la cera quebradiza que les diera una mínima iluminación. Para los más jóvenes, la escena es apenas una reiteración de experiencias recientes; para los mayores evoca recuerdos más lejanos, de las décadas del 70 y del 80, cuando el sistema eléctrico colapsaba con asiduidad, y las velas y las pilas formaban parte del kit de emergencia indispensable de las familias argentinas.
Acaso en esta anécdota trivial se cifren algunas de las claves de nuestra actualidad y de nuestra historia. En primer lugar, porque los cortes de luz son la expresión de deficiencias en la infraestructura que no pudieron resolverse en décadas; en segundo lugar, porque el precio arbitrario y creciente de las velas evoca la desaparición de la moneda como medida de valor, el desabastecimiento y el abuso, síntomas de la mala administración económica que nos distingue; en tercer lugar, porque el episodio es una repetición de frustraciones del pasado, que retornan como pesadillas. Es el dé jà-vu agobiante al que se refirió Enrique Valiente Noailles el miércoles en esta página.
La falta de luz y la inflación representan dos caras de la misma moneda. De un lado, expresan el quiebre de los contratos; del otro, son fenómenos que afectan la vida cotidiana y despiertan sentimientos de aprensión masivos. Junto con la inseguridad conforman un cóctel explosivo que exaspera y desorienta a la sociedad, desde los barrios ricos hasta las periferias pobres. El poder político teme que desate corrientes incontrolables de rebelión social y vive los sucesos con desesperación e impotencia. Así, el horror al estallido social regresa al palacio y a las calles. Tal vez una falla grave, que el populismo secular de la Argentina no ha querido ver, explique esta sensación de estar, de nuevo, al borde del derrumbe.
Se impone aquí un paréntesis para tratar de entender. La sociología clásica enseñó que toda sociedad compleja oscila entre la organización, que asegura el abastecimiento de los bienes, y los valores, que expresan el anhelo de una vida mejor, más justa. El capitalismo originario creyó que confiando en la iniciativa privada aseguraría un reparto equitativo de los bienes, lo que se demostró falaz. El Estado debió intervenir para equilibrar las cosas. En paralelo, las sociedades, crecientemente democráticas, debatían la mejor manera de alcanzar la justicia. En adelante, los capitalistas crearían la riqueza bajo la mirada vigilante del Estado, que regularía sus ganancias y repartiría, de manera desigual pero legítima, como escribió Habermas, el excedente. Ésa es la manera que encontró la modernidad para mediar entre las demandas de justicia y de eficacia. Los países mejor constituidos aplican aún esta fórmula con relativo éxito, a pesar de los formidables cambios históricos. Para eso acuerdan que la provisión de bienes y servicios depende del orden y la organización; que es necesaria una política de ingresos, y que la iniciativa privada debe ser estimulada, además de controlada, para desarrollar la economía. Este modelo incluye una receta política, que expresó Max Weber con realismo: la dominación estatal se basa en la suma de una burocracia eficaz y un demagogo moderno.
¿Cómo interpreta el populismo estos arduos problemas? ¿Qué tiene que ver esa interpretación con nuestras desgracias navideñas? Ensayaré una explicación módica, acotada por la brevedad. Primero, el populismo sobredimensiona la discusión ideológica, minimizando las demandas de orden y organización; segundo, privilegia al demagogo sobre el funcionario, y, tercero, estigmatiza a los creadores de riqueza, haciéndolos responsables de la desigualdad. Al cabo, el resultado es desastroso: los políticos discursean, la sociedad se desorganiza, el Estado no asegura el orden ni el reparto, la infraestructura decae, los capitalistas dejan de invertir y fugan capitales. El síndrome se expresa a través de una dificultad generalizada para cumplir los contratos, empezando por la moneda. Sin contratos, no hay previsibilidad, nadie regula las expectativas. Rige la anomia.
Cerremos ahora el paréntesis, regresemos a la cotidianeidad, a nuestros temores y esperanzas. La Navidad populista, sin luz y sin moneda, será imprevisible. Atravesarla con felicidad dependerá de la contingencia, no del cálculo; de la suerte, no de la organización. Esa condición precaria se expresa en el lenguaje común con palabras de cuño discepoliano: este país es una joda, lo que te queda es salvarte, zafar.
Si tenemos luz, si no nos asaltaron, si el dinero devaluado nos alcanzó, repetiremos la noche del 24, con alivio, esta amarga constatación.