Detrás de las refriegas de la política se están ocultando problemas medulares que padece la Argentina. Es cierto que hace años que el kirchnerismo está enemistado con José de la Sota. Pero nada de eso guardaría relación con la magnitud de los desmane s ocurridos en Córdoba a raíz de una huelga policial. También es verdad que desde que ganó la reelección, Cristina Fernández le declaró la hostilidad al socialismo en Santa Fe. Pero eso sería insuficiente para explicar el auge en esa provincia del narcotráfico, de mafias organizadas y de la violencia delictiva. El vínculo de la Presidenta con Scioli ha sido siempre una simulación. Una extraña mezcla entre las necesidades políticas presidenciales y la psicología del gobernador. Eso tampoco alcanzaría para argumentar los brotes constantes de desborde social en Buenos Aires que forzaron a los jefes de Seguridad bonaerense y nacional, Alejandro Granados y Sergio Berni, a improvisar los comandos antisaqueos. Sería una frivolidad, además, querer justificar rebeliones provinciales y amagos de saqueos en otras cinco provincias por el efecto contagio. Allí debieron ser enviados de apuro centenares de gendarmes.
Todas, consecuencias indeceadas de la década ganada.
En esas conductas frecuentes, cada vez más irradiadas, radicaría el diagnóstico inquietante para nuestra sociedad. La tendencia al saqueo, por cualquier motivo, parece estar adquiriendo el formato cultural que se ha consolidado en esta década, luego de la crisis del 2001, con los cortes de rutas y de calles como mecanismo de protesta. La combinación de ambos fenómenos podría alentar, en cualquier momento, un estado de peligrosa anarquía. Valdría detenerse en un caso de varios que sucedieron en el conurbano: un incidente por loteos de terrenos en San Fernando, ocurrido el 20 de noviembre último, casi concluyó con una invasión a un gran supermercado de la zona.
¿Por qué razón?
En Córdoba hubo grupos articulados que provocaron los mayores desmanes ligados, tal vez, a la pulseada por el conflicto de la Policía con De la Sota. Pero existió también gente que se plegó a los desórdenes –y aprovechó para robar a destajo– sin poseer nexo con ese pleito ni con alguna perentoria necesidad social. Es más, las personas carenciadas no habrían intervenido en el desborde, aunque condiciones objetivas sobran. Consultoras privadas estiman en 26% el índice de pobreza en Córdoba y en 8% la indigencia. No resulta distinto en ningún rincón del país, más allá de la prédica K.
Antonio Bonfatti lo sufrió en carne propia, semanas atrás, en el Gran Rosario. La mudanza de un supermercadista chino, harto de los asaltos, incitó el merodeo de cientos de jóvenes. Hubo tiros, heridos y violencia de todo tenor. Entre los más de 50 detenidos, a la mitad se le incautó armas. Las autoridades santafesinas no tienen todavía certeza de quiénes se las podrían proveer. La línea natural conduce a los narcotraficantes o a las mafias delictivas. En cualquier caso, hablaría de núcleos sociales en aguda descomposición.
El Gobierno se empeña en describir la bonanza de un país que no parece tal. El ex viceministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, ex mano derecha, además, de Alicia Kirchner, trabaja con estadísticas más próximas a la realidad que las del INDEC. Según Arroyo, profesor ahora en Flacso y en la UBA, hay a la deriva en el país más de 900 mil jóvenes de entre 16 y 24 años que ni trabajan ni estudian. El 31% de esos jóvenes en desamparo provendría de los estratos sociales más bajos. Esa falta de pertenencia a algún sistema de contención colectiva los tornaría vulnerables a la droga y al delito.
El avance de ese deterioro social podría encontrar una primera respuesta en el vacío o en la ineptitud exhibida por el Estado.
Paradójico en un Gobierno que ha hecho de los resortes estatales su verdadera fortaleza. Cabe dar otra mirada a aquellos estudios del ex viceministro. El presupuesto social del kirchnerismo ascendía en 2003 –cuando llegó al poder– a $ 4.667 millones. Ese volumen se incrementó en una década hasta los presentes $ 43.000 millones. De ese total, $ 38.000 millones se destinan a planes asistenciales, no productivos. Es decir, garantizaría un bienestar condicionado. Un 70% de ese presupuesto es manejado de modo directo por la Nación, un 23% por las provincias y un 7% por los municipios. La distribución trasuntaría el poder y la discrecionalidad de que goza el Gobierno central.
A la luz de la tenaz y ascendente revulsión social, la administración de aquellos millonarios fondos habría contado con una alta ineficiencia, abundante corrupción y sesgado también la mayoría de las distorsiones en la comunidad. No sería sólo el problema de las inequidades o de las condiciones políticas.
Parecieran advertirse patrones culturales, de ética y moral, que habrían sufrido un resquebrajamiento. Demasiadas personas se estarían sintiendo con derecho natural al desorden y al robo. Se habría extraviado, en buena medida, la noción de orden y de autoridad. Ninguna de ellas, por supuesto, entendidas bajo el imperio de los palos. También en ese punto el Gobierno que dice hacer del Estado su puntal sería un fiasco. Nunca, o pocas veces, la Policía Federal o las provinciales y las fuerzas de seguridad consiguen reponer el orden mediante alguna receta incruenta.
Sobre esa geografía asimilable a un polvorín se despliegan los trasfondos de la política. Cristina pareciera enfrentar los problemas con otra lógica, como si fueran de menor gravedad de lo que son. El desvertebramiento social incuba la inseguridad, el delito violento y el comercio de drogas. La mirilla presidencial induciría a reacciones antes vinculadas al internismo político que a ese dramático presente. Se mostró la designación de María Cecilia Rodríguez en el Ministerio de Seguridad como un pretendido golpe de timón en el área cuando, en realidad, obedeció al propósito de concederle un casillero de privilegio a La Cámpora y de homogeneizar el liderazgo de Berni. Del mismo modo, se encumbró a Juan Carlos Molina en la titularidad de la Sedronar (Secretaria de Lucha contra la Drogadicción y el Narcotráfico). Pretendió venderse como una especie de concesión a la Iglesia, que casi no es. Llamó la atención que el sacerdote nombrado anunciara como novedad que se encargará sólo del trabajo social con los menores adictos. No podría hacer otra cosa, porque aquel organismo cedió hace rato al Ministerio de Seguridad sus facultades para combatir al narcotráfico.
El arribo de Jorge Capitanich a la Jefatura de Gabinete también pareció despuntar un tiempo de primavera política en el Gobierno. Se reunió con sindicalistas, empresarios, con Mauricio Macri, Bonfatti y Scioli. Abrió además un diálogo cotidiano con los periodistas. Aunque el primer conflicto serio lo devolvió a la realidad. Ignoró las horas de anarquía en Córdoba, pero se acordó del carácter opositor de De la Sota.
Debió respetar, en ese sentido, los límites establecidos por Cristina y por Carlos Zannini.
Nunca habría que olvidar que el secretario Legal y Técnico es un patagónico de adopción. Su tierra natal es Córdoba (Villa Nueva) donde jamás pudo ofrendarles alguna satisfacción a los Kirchner. El grueso del peronismo provincial le dio siempre la espalda.
Aquel mal paso de Capitanich y la ausencia del Gobierno en las horas aciagas de Córdoba demostrarían que la Presidenta entendería al Estado como un patrimonio personal y no del conjunto de la sociedad. Aunque esas, quizá, no hayan sido las únicas responsabilidades. De la Sota viene teniendo serios inconvenientes con su Policía. Hay ocho detenidos por supuestas complicidades con bandas narcotraficantes. En Santa Fe, se computan cuatro agentes presos por el mismo motivo, uno de ellos el ex jefe de la fuerza, Hugo Tognoli. Hay ya evidencia de que al menos un arma policial se utilizó en el ataque de octubre contra la casa de Bonfatti. En ese contexto, se produjo el conflicto de la Policía cordobesa, cuyo desborde sorprendió al gobernador en una misión oficial fuera del país. Un problema similar había ocurrido en el 2005. En esa ocasión se llegó –después de tres días– a un acuerdo sin la presión de ningún estallido. Tal vez De la Sota no calibró que, desde aquella época, varias cosas mutaron: su mala relación actual con Cristina no es la que supo tener con Néstor Kirchner; además se agravó el cuadro de degradación social y policial.
El Gobierno, en general, hace frente a esa realidad mucho menos de lo que debería hacer. Se nota pasividad ante serias señales de la economía, como la fuga de divisas y la inflación descontrolada. La inflación es siempre un combustible para cualquier queja popular. Detrás de esa pasividad también es posible descubrir diferencias: las ideas de Cristina y Axel Kicillof de cara a la emergencia no serían las mismas que las de Capitanich o Juan Carlos Fábrega, el jefe del Banco Central.
El cristinismo aparece tieso, además, por el escándalo que compromete a Amado Boudou. Dos testimonios de la semana pasada ante la Justicia dejaron al vicepresidente al filo del nocaut.
Ya no se lo acusa sólo de tráfico de influencias en la quiebra de Ciccone.
Habría pretendido robarse la empresa. Cristina hizo en su momento un estropicio en la Justicia para defenderlo. No podría mucho más. La que sigue actuando es la procuradora Alejandra Gils Carbó, que conmina a fiscales para que dejen de hurgar en la ruta clandestina del dinero K.
Tanto afán por la impunidad, al fin, podría estar acicateando muchas de las anómalas conductas sociales que ocurren.