La Presidenta será de aquí en más la guardiana del capital simbólico que pretende preservar el kirchnerismo para los tiempos. Será ella la garante del modelo y su relato. Que de las asperezas de la gestión se ocupen otros, que tienen más fuerza y lucen la ambición recién florecida.
Esta es una conclusión posible, luego de observar cómo empiezan a acomodarse las cargas a partir de los cambios en el Gabinete. Esos cambios nacieron a la luz de la fuerte derrota electoral del Gobierno en octubre y del necesario resguardo de la salud de la Presidenta, después de su operación en el cráneo y los controles cardiológicos a los que seguirá siendo sometida.
La puesta en escena del retorno de Cristina a la escena del poder, el miércoles, contuvo esos elementos del incipiente nuevo reparto de responsabilidades. Basta repasar algunos hechos.
Después de cuarenta y siete días la Presidenta volvió a la Casa Rosada. Les tomó juramento a tres nuevos ministros. Entró y se fue del Salón Blanco repartiendo saludos y sonrisas pero sin dirigirle la palabra al nutrido grupo de aplaudidores – políticos y por lo tanto contaminados de pasado– que se habían reunido allí para celebrarla una vez más. Cuando habló largamente, unos minutos después, lo hizo desde los balcones del primer piso, para los centenares de militantes juveniles – puros y por lo tanto portadores del futuro– que habían sido ubicados en los bellos patios de la planta baja.
El guión y la locación elegidos fueron tan reveladores como el video filmado en Olivos y difundido el lunes, con el que la Presidenta nos anotició que estaba de regreso. Rosas rojas, pingüino de peluche y perrito venezolano un día. Emoción genuina de adolescentes rodeando el verbo épico de la Presidenta el otro.
Todo muy bien realizado, pura cinematografía. De la vida real, ahora que las tareas pueden ser ingratas porque habrá que pagar algo del dispendio de estos años, se encargarán los que quedaron haciendo tertulia en el Salón Blanco mientras ella les decía a sus fans cuánto los había extrañado.
La nueva figura rampante del Gobierno es Jorge Capitanich. Es jefe de Gabinete y sobre todo quiere ser presidente. Quizás en algún momento del recorrido haya incompatibilidad: el cargo reclama trabajar para la Presidenta más que para una candidatura propia. Ya se verá.
En el horizonte hay dos Capitanich posibles: uno al que le va bien; otro, que no consigue enderezar el rumbo de un Gobierno que fue rechazado por el electorado en proporciones notables. Entre esas dos posibilidades se resolverá su destino.
La cuestión es que Capitanich empezó a trabajar de jefe de Gabinete con ímpetu de recién llegado. Dos o tres pinceladas le bastaron para pintar el esbozo de un cambio de estilo nítido, respecto del talante cerrado, receloso y conspirativo típico del kirchnerismo. Ejemplos: dio una conferencia de prensa, convocó a empresarios y sindicalistas amigos y anunció que hablará con los gobernadores sobre asuntos de interés común.
Con sus colegas gobernadores Capitanich se comunicó poco después de ser designado. El misionero Maurice Closs y el riojano Beder Herrera fueron los primeros en recibir las llamadas del entonces todavía mandatario chaqueño. Aseguran que también sonó el teléfono en Córdoba, pero José Manuel De la Sota estaba de viaje.
Entre muchos puntos conflictivos de la relación Nación-provincias, a los gobernadores les preocupa sobremanera la prórroga del mecanismo de desendeudamiento que está a punto de vencer, y que les permitió bicicletear durante los últimos dos años el pago de las deudas que mantenían con la Casa Rosada.
El kirchnerismo amagó con dar por concluido ese mecanismo cuando creía que podía ganar las elecciones y forzar la Constitución para promover la re-reelección de Cristina. Así, suponía, podía tener otra vez en un puño a las provincias forzando a los gobernadores a lealtades contantes y sonantes en el trayecto hacia la eternización en el poder.
Pero todo cambió y los gobernadores esperan que Capitanich recuerde las necesidades de las provincias, ahora que pasó del otro lado del mostrador.
Además, en su primera aparición en funciones el jefe de Gabinete también se explayó en diagnósticos, pronósticos y propósitos sobre la economía. Tanto como para marcarle el territorio a la otra estrella en franco ascenso, el ministro Axel Kicillof. Es toda una novedad.
La relación entre los dos nuevos hombres fuertes del Gobierno viene de lejos. Durante los aborrecidos años 90 trabajaron juntos en el aún más aborrecido menemismo. Fue en el área de Desarrollo Social y un joven Capitanich era jefe de un aún más joven Kicillof. Extendieron esa comunión a una consultora privada que conducía el ex gobernador del Chaco.El hábito kirchnerista de borrar las huellas del pasado y reconstruirlo a medida, dejó en prudente opacidad estos detalles.
El tiempo pasó desde entonces. Los dos crecieron, como está a la vista. Habrá que ver si Kicillof, un economista que tiene excelente opinión de sí mismo y suele menospreciar a demasiados otros, está dispuesto a mantener sin conflictos la matriz original de subordinado-jefe que se estableció hace ya dos décadas en su vínculo con Capitanich.
En otro aspecto, la promesa del jefe de Gabinete de hablar todos los días con los periodistas, si fuese necesario –así dijo ayer– remite a los hábitos que instaló en su momento Carlos Corach, cuando en la etapa declinante del gobierno de Carlos Menem se ocupaba, cada mañana, de desplegar ante los movileros instalados en la puerta de su casa una conmovedora cruzada por marcar la agenda pública. Lo lograba a veces sí y a veces no. Pero la peleaba siempre.
Se recordará: al final de ese ciclo el peronismo terminó perdiendo el gobierno a manos de la Alianza y, meses después, Menem fue detenido por el caso del tráfico de armas. Las comparaciones con el tiempo actual son imposibles. Pero siempre resulta vivificante ejercitar la memoria.
Otros paralelismos, quizás algo antojadizos, podrían trazarse entre aquella época tan denostada por el libreto oficial y este tiempo del kirchnerismo en declive.
También Menem hacía conducción estratégica aliviándose de cargas pesadas, y dejaba los sinsabores cotidianos en manos de un jefe de Gabinete y un ministro de Economía fuertes: Eduardo Bauzá y Domingo Cavallo. Sólo que Menem lo hizo en sus años dorados y ahora, a Capitanich y Kicillof les toca navegar en las aguas encrespadas de un final de época.
Así y todo la Presidenta propuso el miércoles, ante su audiencia juvenil de los patios de la Casa Rosada, una profundización del modelo. Lo hizo como si no hubiese existido la derrota electoral, que fue la expresión del rechazo ciudadano a ese modelo que se pretende profundizar; creado en su etapa virtuosa por Néstor Kirchner y Roberto Lavagna pero llevado hacia abismos de error y desatino por ella y por Guillermo Moreno en los últimos tres años.
La incógnita que queda abierta es si con Capitanich, y quizá con Kicillof, el Gobierno podrá pasar del relato al discurso. Esto es, de la pura propaganda al intento por reconocer la realidad y mejorarla.
Aunque la Presidenta siga aferrada hasta el final al relato, para salvar lo que quede de una épica a la que la mayoría de la sociedad ya le dio la espalda.