Lejos de la frialdad y la distancia que siempre establece una cámara, a través de la que se vinculó con la sociedad tras su larga convalecencia, sin Simón (el perrito que le regaló el hermano de Hugo Chávez) ni el enorme pingüino, regresó a la Casa Rosada para tomarle juramento a los nuevos ministros y aprovechó para darse un baño de calor popular con la militancia kirchnerista.
Entre la aparición del lunes y la de ayer pudieron establecerse ciertas analogías. Ninguna fue producto de la espontaneidad. Todo pareció minuciosamente urdido. Los miles de jóvenes que tuvieron libre acceso a los cuatro patios de la Casa Rosada. Su recorrida por los pasillos superiores del palacio. Los dos discursos. Los estribillos que tuvieron la reminiscencia setentista, que suelen agradar y emocionar a la Presidenta.
Sin embargo, pareció advertirse alguna grieta entre ese teatro del reencuentro y el libreto que volvió a desempolvar Cristina para dirigirse a los militantes. Muchas de sus palabras sonaron descolgadas de la realidad que ella misma se ha dispuesto transitar en el arranque de la transición, tras la dura derrota de octubre. La designación de Jorge Capitanich sería el indicativo, por ejemplo, de la necesidad perentoria de dinamizar una gestión que ha empalidecido, en su segundo mandato, hasta el peligro. Juan Manuel Abal Medina, el ministro saliente, fue en ese aspecto un fiasco. Pero la Presidenta alardeó sobre una administración en hipótesis floreciente.
Eludió cualquier mención al problema externo (en 48 horas se han ido 280 millones de dólares de las reservas del Banco Central) debido al cual, hace un par de días, adoptó tres decisiones. Nombró a Axel Kicillof como nuevo titular de Economía; despidió a Mercedes Marcó del Pont del Central y llevó allí a Juan Carlos Fábrega; se deshizo además de Guillermo Moreno, el hombre fuerte de la era K frente al cual sucumbieron, en una década, jefes de Gabinete y hasta ministros de Economía.
A contramano de esas decisiones, Cristina subrayó como un supuesto logro del modelo la caída del desempleo a un 6,8%, según las cifras oficiales conocidas en las últimas horas. Esos son, justamente, los números del INDEC que intervino durante años el saliente Moreno. La misma entidad que difunde los índices de inflación divorciados de los bolsillos populares. El problema de la inflación ha sido asumido por el peronismo como una razón determinante de la derrota electoral. Se lo hicieron saber los intendentes del conurbano y los gobernadores. Esa presión terminó provocando la cesantía del ex secretario de Comercio. El regodeo presidencial pareció apuntalado, tal vez por casualidad, con otras estadísticas del INDEC. En ellas se comunicó ayer que Resistencia tendría ahora desocupación cero. En suma, no hay gente que carezca de trabajo. Capitanich fue hasta ayer mandatario de Chaco. En esa provincia está instalada una fuerte controversia por esos números. No hubiera sido necesaria semejante distorsión para darle la bienvenida a Capitanich a la Jefatura de Gabinete.
Cristina respaldó también la posibilidad de inversiones en YPF que, aseguró con cierta temeridad, habría sido la empresa que más ganancias obtuvo en el primer semestre. Fue un aval a la gestión de Miguel Galuccio y al controvertido acuerdo con la petrolera Chevron para la exploración de Vaca Muerta, en Neuquén. Prometió, por otra parte, fondos millonarios para rehacer el sistema ferroviario destruido en la década kirchnerista. Y realzó la gestión en Aerolíneas Argentinas, bajo la mirada satisfecha de su titular, Mariano Recalde.
Pareció, de verdad, un discurso enmohecido. Distante de los votos de octubre y de sus propias recientes decisiones.