Hace ocho décadas que venimos ejecutando la misma partitura populista, cuyo defecto mayor es hacernos marchar hacia el fondo de un abismo. Cambiamos los directores de orquesta y los músicos, se hacen ajustes de ritmo y color. Pero es la misma música, la misma partitura. La que se estableció en 1930 y rigió de forma ininterrumpida desde entonces (con breves intervalos). Reemplazó a otra, la escrita en 1853. La que convirtió a la Argentina en un país rico, culto y admirado. Ascendente.

En la mitad del siglo XIX, la Argentina era un desierto con casi un 90% de analfabetismo, sin agricultura y con una ganadería lastimosa. No existía un solo kilómetro de vía férrea, gobernaban caudillos "dueños de vidas y haciendas" y se obedecía a un dictador como Juan Manuel de Rosas, que los revisionistas tratan de convertir en paradigma nacional. Rosas fue destituido en 1852. Ya cuatro años antes, Marx y Engels habían publicado su Manifiesto comunista, donde hablaban de que en el último siglo, gracias al vapor, las comunicaciones, la industria, el crecimiento urbano y otras cosas por el estilo, se había progresado más que en miles de años antes. No era el caso de la Argentina, por supuesto.

Entonces, ocurrió un milagro. El lúcido Juan Bautista Alberdi escribió Bases y puntos de partida para la organización política de la República de Argentina . Vivía en Chile y fue conmocionado, incendiado, inspirado por la caída del interminable Rosas. En su texto se permitió dar mandobles contra varias constituciones latinoamericanas que saboteaban el progreso. Y explicó por qué. Mediante un estilo punzante dibujó el rumbo a seguir. Quien había derrocado a Rosas era Urquiza, también un líder provincial, pero dotado de curiosidad y autocrítica. Leyó la obra de Alberdi, la reimprimió y presionó para que fuese de veras la columna de la Constitución nacional. Se produjo una fructífera alianza entre la mente lúcida de un intelectual y el brazo fuerte de un caudillo. Y la Argentina cambió de partitura.

Fue un cambio radical. Las nuevas notas se referían a la modernidad, la democracia, el Estado de Derecho, la libertad, el mercado. Facilitaban una genuina refundación, que dejaba en el pasado la anarquía, la arbitrariedad y el atraso. Los cambios no se dieron de golpe, sino que hubo un inicial adaggio , seguido por un allegro ondulante. Se pusieron en marcha políticas de Estado de largo alcance, especialmente en materia de inmigración, educación y defensa nacional. Comenzaron a llegar masas de extranjeros decididos a trabajar e integrarse. La fiebre alfabetizadora condujo a que el presupuesto de la educación pública fuese tan grande que llegó a ser el equivalente de los presupuestos educativos de toda América latina. El destape que producía la nueva situación motivaba el perfeccionamiento de la democracia (renga por la herencia autoritaria y los prejuicios del tiempo colonial), se consolidaba el federalismo y se integraba el país mediante el desarrollo de una red ferroviaria que generaba el nacimiento de nuevas poblaciones y una multiplicación de las fuerzas productivas. Al mismo tiempo, crecían el arte y la ciencia, elevando al país entero hacia el más destacado sitial del subcontinente.

La admiración que se tenía por la Argentina ahora produce extrañeza. O da escalofríos. No obstante, pese a la maravillosa partitura de aquella época, se podían percibir las disonancias de la autodestrucción que vendría pronto (llegaban de lejos). Había muchos trinos, mordentes, grupetos , acordes y subtemas que anunciaban una nefasta nueva partitura (hipernacionalista, populista), que se instalaría con vigor en la primera mitad del siglo XX. Cantinflas dijo antes de regresar a México: "La Argentina está compuesta por millones de habitantes que quieren hundirla, pero no lo logran". Más adelante nos visitó en una gira de conferencias Albert Einstein. Su cerebro no pudo sino rendirse: "¿Cómo puede progresar un país tan desordenado?".

Uno de los administrativistas más famosos de Europa, Gastón Jeze, publicó en 1923 su libro Las finanzas públicas de la República Argentina , cuyas conclusiones aún hoy erizan los pelos: "Existe una profunda y radical oposición y contraste entre la prosperidad económica y el desarreglo de las finanzas públicas". Otro invitado ilustre, el italiano Giuseppe Bevione, publicó en Turín, en 1911, una obra en la que describe la corrupción, el despilfarro, la demagogia y un obsceno exhibicionismo. Registró que el costo de los servicios públicos en la Argentina duplicaba el de Londres. Denunció la creciente burocracia y la peste del clientelismo electoral, siempre en aumento. Lo asombró la voracidad de la gente por recibir pensiones del erario público, como si fuese un derecho natural. También encontró graves fallas en la Justicia y cerró el análisis del tema con una frase lapidaria: "Es un país donde el Poder Judicial no tiene independencia y el Poder Ejecutivo no tiene frenos". A Bevione también lo impresionaron otros rasgos que algunos estimarán positivos: una incontinencia arquitectónica con tendencia a lo suntuoso y la hipérbole. Y era verdad. Por doquier surgían palacios, teatros, monumentos, se abrían avenidas y bulevares, y se diseñaban parques que aspiraban a generar la envidia de París.

Muchas décadas antes nos había visitado Charles Darwin, cuando realizaba su histórico viaje en el Beagle. Se dio cuenta de algo que debería causarnos preocupación, porque suena fuerte en la tanática partitura actual. Dijo que "los habitantes respetables del país ayudan invariablemente al delincuente a escapar; parecería que piensan que el hombre ha pecado contra el gobierno y no contra el pueblo".

Sobre el mismo tema fue más directo Georges Clemenceau: "La Argentina crece gracias a que sus políticos y gobernantes dejan de robar cuando duermen".

Cierro con una anécdota de Jacinto Benavente. Había venido al país en 1922 y recorría en ferrocarril las ciudades del interior junto con la celebrada actriz Lola Membrives. Cuando se detuvieron en la ciudad de Rufino, ella bajó a recoger cartas y telegramas. En uno de los cables le anunciaban a Benavente que acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura. Lola Membrives compró una botella de champagne y fue a despertar al escritor. Benavente recibió la noticia con calma y, contra lo que esperaba la actriz, decidió completar su gira antes de retornar a Europa. En cada localidad, Jacinto Benavente fue interrogado sobre la Argentina. Los argentinos somos curiosos e insistentes para enterarnos cómo nos ven los de afuera. Es como recibir la confirmación de una buenaventura que en el fondo de nuestra alma consideramos inmerecida. Pero el español se negaba a contestar. Su recato, lejos de aminorar el acoso, lo estimulaba. Los periodistas, colegas y actores le preguntaban siempre qué opinaba de los argentinos. Cuando llegó la hora de su partida y el carruaje dejó en el muelle al dramaturgo, se redoblaron las demandas. Entonces Jacinto Benavente inspiró hondo y disparó un cañonazo: "Armen la única palabra posible con las letras que componen la palabra argentino". El escritor trepó la escalerilla y se introdujo en el barco. Su figura desapareció, mientras quienes lo habían escuchado armaban sobre trozos de papel palabras con las letras de argentino. La única que encontraron fue "ignorante".

Si continuamos fijados a la partitura populista que confunde con variaciones de ocasión, no saldremos del camino descendente. Urge pensar, discutir y componer la nueva partitura. La que armonice con esas que predominan en los veinte países realmente desarrollados del planeta.