En el marco de la campaña electoral, el candidato oficialista Martín Insaurraldeprovocó una amplia y fuerte polémica, incluso dentro del propio kirchnerismo, al proponer una disminución en la edad de imputabilidad de los menores que delinquen, de los 16 años que rigen hoy, a los 14 años.
La iniciativa no es nueva, como tampoco es nueva la discusión que suele acompañarla. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que el verdadero motivo de la propuesta de Insaurralde ha sido intentar paliar, por lo menos desde el plano meramente verbal y simbólico, uno de los mayores déficits del Gobierno, como es el de la seguridad ante el inclemente avance de la delincuencia. Las encuestas han identificado a ese grave problema y al de la inflación como algunas de las principales razones para el sonado fracaso del oficialismo en las elecciones primarias abiertas del pasado 11 de agosto.
No es casual que el Gobierno haya procurado ignorar ambos problemas hasta que sufrió la derrota electoral. Tampoco es casual que, poco después de que se comenzaran a manipular los datos de la inflación del Indec, la Policía Federal, en 2009, haya dejado de informar las estadísticas sobre delitos, las que, si bien no eran plenamente confiables, permitían observar la evolución de los crímenes.
Ocultar la verdad en esos dos terrenos adversos fue la política oficial, pero la verdad que en vano se quiso disfrazar fue creciendo: aumentó la ola delictiva, tanto en la cantidad como en la violencia de los hechos, y la inflación siguió y sigue su marcha imparable. Por lo tanto, el proyecto de Insaurralde no obedecería en verdad a un plan integral de lucha contra el delito que incluye como uno de sus capítulos el problema de los menores, sino a un manotón para intentar acortar la brecha que, según las encuestas, lo separa cada vez con mayor holgura de sus rivales para las elecciones del mes próximo.
Hemos reiterado en esta columna que al Gobierno no le interesa luchar contra el crimen, pues no encara políticas de Estado para llevar adelante ese combate en forma coordinada con las provincias. Prefiere los parches y la improvisación, como lo demuestra el envío de tropas del Ejército a la frontera norte para suplir a los efectivos de la Gendarmería a los que se retiró de esa frontera para que ayuden a la policía a combatir a los delincuentes en el conurbano.
A esa indiferencia del Gobierno que ha resultado mortal para tantos ciudadanos obedece también que en el Congreso duerman o hayan perecido en el olvido varios proyectos referidos a modificaciones en el régimen de imputabilidad de los menores.
La edad mínima para ser juzgado y sancionado con penas de prisión efectiva es de 18 años, mientras que sólo se puede ser sometido a proceso penal a partir de los 16. Es sabido que muchas organizaciones delictivas se aprovechan de esta situación para utilizar a menores de edad. A este aberrante aprovechamiento han recurrido tanto importantes grupos de narcotraficantes como policías dedicados a la delincuencia.
Estos hechos indican que es preciso ocuparse de los menores, pero el ámbito debe ser, forzosamente, el Poder Legislativo para que todos los sectores tengan voz y voto en esta discusión impostergable. Si bien la disminución de la actual edad de imputabilidad distará de ser la solución al problema de la delincuencia en general, el Congreso no debe descartarla. Y, a su vez, esa discusión no puede desligarse de la necesidad de crear verdaderas instituciones que posibiliten educación, trabajo, enseñanza moral y respeto por los derechos de los terceros, y que reemplacen a los actuales institutos que, en muchos casos, son solamente depósitos de menores que sólo funcionan como verdaderas escuelas de delincuencia.
Si se adopta la decisión de bajar la edad de imputabilidad, automáticamente habrá que decidir qué se hace con la nueva población que en virtud de esa medida ingresará en esos institutos. También habrá que tener presente que jamás la legislación por sí sola, por más sana que hayan sido las intenciones que la inspiraron y por más pensada y cuidada que haya sido su elaboración y posterior reglamentación, ha obrado como solución a un problema si no existe en forma paralela la genuina voluntad de aplicar la norma. Por desgracia, cada vez que en nuestro país aumentó la delincuencia y la sociedad manifestó su temor y reclamó a las autoridades una urgente reacción la salida más fácil para calmarla fue la de elaborar leyes que, una vez sancionadas, a menudo no se aplicaron. Se trataba de normas dirigidas no a combatir el delito, sino a aplacar la queja de quienes sufrían el delito. En el caso de los menores de edad, habría que recorrer hacia atrás las trayectorias que los condujeron a delinquir para atacar todo aquello que ha fomentado ese trágico final.
En síntesis, la baja de la edad de imputabilidad debería ir acompañada por un régimen de juzgamiento llevado a cabo por tribunales especiales cuyas sanciones contemplen una genuina reeducación de los menores involucrados en delitos. Lo que nunca debe hacerse es política de la peor calaña, que es aquella que juega con el miedo y las urgencias de la sociedad para hacerle creer que se buscan soluciones, cuando en realidad sólo se piensa en ganar las elecciones a cualquier costo.