Dueño de bingos como los de Ramallo, Pergamino, Uspallata y Tupungato, negó en febrero, con una frase exagerada, haber sido amenazado por un grupo de hinchas. "No hay barras en Boca", le dijo a Clarín. En 2009, ante Perfil, se entusiasmó con que el sector que integra estuviera mejorando la imagen: "El juego existe desde que los chicos empiezan a jugar. No es malo. El tema es el control que pueda hacer el Estado y la regulación".
El viernes 23 del mes pasado, este xeneize de inmejorable relación con Mauricio Macri juntó a los principales empresarios del juego bonaerense y los llevó a hablar con Sergio Massa. Fue una reunión franca que tenía un doble propósito y a la que sólo faltaron dos referentes del sector, que estaban de viaje.
Todos ofrecieron, en primer lugar, colaboración para la campaña. Nada nuevo en una industria que ha financiado parte de la historia política argentina reciente. Después hicieron catarsis. Se quejaron de que el gobernador Daniel Scioli estuviera también requiriendo, a través de Luis Alberto Peluso, ex interventor en el Instituto Provincial de Lotería y Casino, aportes de campaña después de haberles subido, hace un año, de 8 a 12% el tributo a los ingresos brutos que pagan los bingos. No parecía una queja inocente. José Ignacio de Mendiguren, candidato a diputado de la lista del intendente de Tigre, venía de proponer en TV una receta propia para financiar la mejora en el mínimo no imponible de Ganancias: un impuesto al juego.
La demostración más cabal del posicionamiento de Massa en el peronismo es la proliferación de estas visitas. Ninguna mosca pierde el tiempo donde falta el dulce. Será lo primero que deberá asimilar Cristina Kirchner si, como acaba de deslizar en Río Gallegos ante empresarios, deja el poder en 2015. Ella tiene su propia teoría, que explica entre íntimos. Está convencida de que Mendiguren es el candidato que Jorge Brito y Paolo Rocca, verdaderos dueños de la pelota, le han puesto al intendente a cambio de respaldo. Una noción que acaso oculte cierto despecho por el textil, uno de sus últimos interlocutores corporativos, a quien en esa tarde de Río Gallegos rebautizó sin querer "Juan Ignacio".
Una semana después, en la Casa Rosada, después de que Eduardo Eurnekian le agradeciera a Guillermo Moreno las gestiones por la apertura de una planta de chips, la Presidenta interrumpió: "Avísenle a Mendiguren que hay gente que quiere a Moreno".
Massa es ya una obsesión para el kirchnerismo. El secretario de Comercio, el más explícito de todos, le dedicó esta semana una segunda tanda del merchandising que había inaugurado con los famosos llaveros. Ahora reparte afiches que parodian el spot publicitario en el que el intendente se quitaba el saco para pelear contra los problemas. Es un homenaje a Pepitito, aquel personaje de José Marrone, y muestra a Massa en esa faena, con una nariz de payaso y, abajo, la leyenda "Me saco el saco y me pongo el pongo". La broma desencadenó una discusión entre ejecutivos que, en rigor, habían ido preocupados por asuntos menos humorísticos: ¿era Marrone? ¿Pepe Biondi? ¿Firulete?
"Ojo a quien van a votar", los incomoda el anfitrión, que completa con advertencias sobre Massa: "Yo lo tuve de jefe de Gabinete".
Es cierto que el pensamiento de Moreno no siempre representa al resto del Gobierno. Eso funda las sospechas que le atribuyen la propiedad intelectual de la acusación que Jorge Castillo, administrador de La Salada y uno de sus escuderos empresariales, le hizo esta semana a Martín Insaurralde, candidato del Frente para la Victoria. "Insaurralde juntaba la recaudación del juego clandestino; él habla de hechos de corrupción y una secretaria de él pedía dinero a los supermercados chinos", dijo Castillo. Extraño en el disciplinado Moreno. Sólo lo explicaría el malestar que pueden haberle causado las críticas del de Lomas de Zamora a la inflación y el Indec.
De octubre dependerá no sólo la reacción del Gobierno, sino el reagrupamiento en el PJ. Hace algunos días, José Eseverri, intendente de Olavarría y alineado con Massa, dejó perplejo a un operador que lo consultaba por Scioli. "Las cosas no están tan mal con Daniel. Lo de él es una puesta en escena; la Presidenta se lo pide", dijo.
Como casi todo lo que viene de Tigre, la sentencia es ambigua. ¿El gobernador tomará distancia del kirchnerismo? ¿La tregua en el PJ incluirá a todo el proyecto nacional y popular? Algunos gestos resultan sugestivos. Hace cuatro meses, antes de anunciar su candidatura, Massa expuso en el hotel Intercontinental de Tigre delante de una decena de empresarios y el entonces embajador de Brasil, Enio Cordeiro. Ahí planteó: "No puede ser que los presidentes argentinos terminen siempre como villanos. A Lula en Brasil se lo respeta. Cualquiera puede querer ensañarse con el resto, pero no con la Presidenta".
Es justo lo que preferirían muchos empresarios, algunos de los cuales avalan también el modelo económico aplicado hasta 2007, cuando empezaron las distorsiones. Ciertas coincidencias parecen espontáneas. El Gobierno intentó, por ejemplo, adelantarse al próximo reclamo massista: la pérdida de competitividad fabril. El Frente Renovador presentará un proyecto para crear un instituto que dependerá del Congreso y estudiará el problema. Anteayer, unos 25 empresarios metalúrgicos fueron convocados a la Secretaría de Comercio y recibidos por Moreno, la ministra Débora Giorgi y el secretario Axel Kicillof. El tema era el mismo: el alza en los costos y la competitividad.
"Débora, ¿tenés una fila de empresarios pidiendo créditos del Bicentenario?", planteó Moreno. "No", contestó Giorgi. "Es lógico -siguió el secretario-. No es que sean estúpidos. Si no sacan es porque los costos no les dan." Varios de los presentes suspiraron. Hacía tiempo que ese recinto no los recibía con tanta empatía. Gerardo Ventuolo, líder de la Asociación de Industriales Metalúrgicos, aprovechó para quejarse de dos proveedores que estaban allí. La reciente devaluación del peso, dijo, no alcanza porque Aluar, Techint y las petroquímicas de plástico les venden a las pymes a valor dólar. Los implicados contestaron que parte de sus costos estaban también dolarizados. "¿Ven que no sirve devaluar?", concluyó Moreno, y agregó que había dos años para trabajar en la competitividad.
El problema de esos encuentros es que ninguno de los invitados dice lo que piensa. "Siempre tratamos de llevarle algo positivo para no tensar las cosas", se sinceró un directivo de una empresa líder.
Lo que antes denotaba temor es hoy un signo de pérdida de autoridad. Quienes dan la razón ya no están dispuestos a escuchar y, probablemente, tienen la mirada en otra parte.