La respuesta presidencial ante la derrota en las PASO constituyó un repertorio de negación y subestimación de la realidad. Además, como muchos analistas han destacado, incluyó un claro menosprecio a la decisión de la mayoría del electorado, que optó por restarle su apoyo. En un discurso desafortunado, la Presidenta concluyó que la gente está mal informada por los medios y advierte tarde la pérdida de sus beneficios, dando a entender que se equivocó al votar. Sin verdadera voluntad de cambio, desafió a empresarios y sindicalistas a debatir cara a cara. Los llamó "los dueños de la pelota", relegando a la categoría de "suplentes" a los dirigentes que ganaron las elecciones.
A espaldas de la Presidenta, apenas un poco más allá de su círculo íntimo, cunde el estupor. Los funcionarios saben que el argumento de Cristina no hará más que aumentar las dificultades de un Gobierno desgastado, con una economía en problemas y un creciente rechazo popular. Pero nadie puede detenerla o hacerla reflexionar. Ella cree tener razón y cualquier contradicción es sospechosa de ser una conspiración contra la gesta que encabeza. La asiste la razón y quien considere una alternativa está en el error. La mística y el dogma ocupan el lugar del juicio. Ante la impotencia del entorno, las explicaciones trascienden la política para internarse en la psicología.
La psicología de los líderes no ha sido una materia relevante en la Argentina. Se habla, en off y despectivamente, de los avatares de la cordura presidencial, pero no se estudian las consecuencias que pueden tener en la marcha del Estado. Hemos escuchado innumerables historias acerca de depresiones, enojos histéricos, veleidades narcisistas, manías obsesivas y otras neurosis de nuestros presidentes, sin saber nunca si eran ciertas y cómo influían en las decisiones políticas del más alto nivel.
El desprecio nacional por el estado mental de nuestros máximos líderes contrasta con antecedentes extranjeros sobre el tema. Un intento clásico de explicar el vínculo causal entre psicología y política lo constituye el estudio que Sigmund Freud y el embajador William Bullitt le dedicaron al presidente Wilson. Publicado originalmente en 1966, bajo el título de Thomas Woodrow Wilson, Twenty-Eighth President of the United States. A Psychological Study , el libro se editó en Buenos Aires en 1973.
Tal vez justifique esta mención la referencia a un defecto característico de los liderazgos presidenciales, señalado por Freud y abundantemente respaldado por la casuística: la negación de la realidad, la imposibilidad de aceptar los acontecimientos, en particular si son desfavorables, y actuar en consecuencia. A propósito, escribió Freud sobre Wilson: "Declaraba reiteradamente que los meros hechos no tenían ningún significado para él. [?] Como resultado de esta actitud, era natural para su manera de pensar ignorar los hechos del mundo exterior, aun hasta el punto de negar que existieran si estaban en conflicto con sus esperanzas y deseos. Por lo tanto, no tenía ningún motivo para reducir su ignorancia enterándose de los hechos. Nada importaba salvo las buenas intenciones".
En otro registro, el experto en técnicas de gobierno Carlos Matus, dice en su libro El líder sin Estado Mayor que la autocrítica es casi imposible para un presidente. Éste, según el especialista, "tiene una particular ceguera para comprender la importancia de la baja calidad de gobierno y atribuye siempre sus deficiencias a otros, a la oposición implacable, a los medios de comunicación, a alguna conspiración imaginaria, a los mandos medios y bajos o a los condicionantes externos". La ceguera de los líderes es también una persistente metáfora de Shakespeare, de Macbeth a Edipo.
En la mitología de los presidentes argentinos la intolerancia a los hechos adversos torna indispensable un recurso para aliviar la frustración del jefe. Es lo que se conoce como "el diario de Yrigoyen", un tópico y una leyenda -en rigor, nunca existió- que escenifican a un entorno de cortesanos editando una realidad paralela, rosada y favorable al gusto presidencial. Decir que un presidente necesita ese subterfugio equivale a aceptar que se internó en la niebla de la sinrazón.
Esperemos que en este caso prevalezca la lucidez. Cuando remitan las pasiones, la crítica histórica podrá construir un juicio más equilibrado sobre Cristina Kirchner. Aflorarán allí sus innegables logros y sus profundos desaciertos. Así en la política como en la vida, ni más ni menos. Pero aún no llegó ese momento. En la actualidad ella se enfrenta a un hecho natural: el desgaste y los límites temporales de su gestión. Encara, por así decirlo, su crepúsculo administrativo, no necesariamente el final de su carrera.
Los indicios de que la Presidenta podría no aceptar ese destino con sensatez ubican su encrucijada entre la psicología y la política, abriéndonos a una incertidumbre de la que Shakespeare y Freud ya nos advirtieron.