Elogió sentirse perseguida por el programa de escuchas telefónicas denunciado por el ex técnico de la CIA Edward Snowden antes que hablar del injusto impuesto a las ganancias que deben pagar los trabajadores. O antes que replicar el sustancial discurso de su principal oponente en la provincia de Buenos Aires, Sergio Massa, un día antes.
A todo esto, las filtraciones de Snowden mencionaron a muchos países, entre ellos al de la presidenta argentina. Por lo que ha pasado últimamente entre norteamericanos y argentinos, es probable que la administración norteamericana ni siquiera tenga mucho interés en saber qué piensa o qué hace el gobierno de Cristina Kirchner. Brasil es el país del Mercosur que fue mencionado con más insistencia por los informes del ex espía norteamericano como presunta víctima del espionaje cibernético de la CIA, pero el gobierno brasileño respondió diciendo que prepara con entusiasmo la próxima reunión cimera entre Barack Obama y Dilma Rousseff en Washington, en octubre.
Brasil envió también una delegación de segundo nivel a la cumbre de la Unasur, en Cochabamba, en la que Cristina Kirchner sobreactuó su indignación por la inexplicable peripecia que sufrió el presidente boliviano, Evo Morales, cuando varios países europeos le negaron el espacio aéreo. Más que una radicalización de sus posiciones internacionales, pareciera que Cristina Kirchner quiere, una vez más, llamar la atención que Obama no le prodiga. Hay algo que definitivamente es irreconciliable de parte del presidente norteamericano con su colega argentina.
De todos modos, la indignación de Cristina Kirchner por el espionaje denunciado por Snowden contiene una dosis importante de hipocresía. Ningún gobierno de la democracia argentina vigiló tanto las conversaciones telefónicas de propios y extraños como lo ha hecho (y lo hace) el kirchnerismo. Ministros y legisladores oficialistas se niegan, por ejemplo, a mantener conversaciones por teléfonos celulares, cuyo contenido podría terminar en la mesa de trabajo de la Presidenta. El espionaje llegó al extremo de que un ex jefe de Gabinete de los dos Kirchner, Alberto Fernández, denunció en su momento, públicamente, que su teléfono estaba intervenido por los servicios de inteligencia, que habían detectado un encuentro reservado del ex ministro con el entonces vicepresidente Julio Cobos, ya convertido éste en un traidor al kirchnerismo.
Periodistas y políticos opositores consideran un hecho permanente la intervención de sus teléfonos y de sus direcciones de correo electrónico. El gobierno cristinista se ufana, además, de su precisión en esa fiscalización de la vida privada y pública de las personas. La Presidenta dijo sentir escalofrío por el supuesto espionaje que le harían a ella. Dentro de su país, los argentinos ya pasaron del escalofrío a la costumbre por el espionaje que hace ella. Es la eterna contradicción de los progresistas latinoamericanos: lo que es malo cuando está hecho por los Estados Unidos o Europa, resulta bueno cuando lo manipulan regímenes que se proclaman antiimperialistas.
El hallazgo de un supuesto enemigo externo tampoco es novedoso cuando las cosas no andan bien por casa. Ya Cristina se enojó hasta con Colón (para elegir un extranjero famoso), mientras hace contorsiones para disimular que falta harina en el país de la harina. Ayer vociferó contra los imperios existentes o inexistentes, pero no dijo una sola palabra sobre la enorme protesta de los camioneros, el día anterior, para protestar por el impuesto al trabajo.
El bajo nivel del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias ha convertido a éste, en efecto, en un tributo al trabajo. Hay trabajadores que les piden a sus empleadores que no les aumenten los salarios porque terminan cobrando menos de lo que cobraban. Hay otros que reclaman que los aumentos se paguen en negro, cosa que no pueden hacer, desde ya, las grandes empresas. Hay también empleados que no quieren trabajar horas extras, porque aumentan el salario mensual y éste comienza a ser devorado por el impuesto a las ganancias.
La estrategia de Moyano pegó en un lugar del cristinismo que deja al Gobierno callado y sin reacción. Peor todavía: condena al cristinismo a quedarse sin aliados en el imprescindible universo sindical. Justo cuando gran parte de la dirigencia gremial empieza a tomar distancia del Gobierno (y se va con Massa o con Francisco de Narváez), Moyano izó una causa con la que ningún dirigente gremial puede estar en desacuerdo. De hecho, el lunes, mientras Moyano paraba su gremio y decía un encendido discurso, varios gremialistas que militaban en el oficialismo terminaron dándoles la razón a sus posiciones. Ese día, como nunca antes, el kirchnerismo se quedó sin alianzas sindicales.
Cristina podrá ignorar a Massa durante un tiempo, pero esa indiferencia no podrá ser para siempre. El discurso del alcalde de Tigre, en la noche del mismo día en que Moyano había hostigado a la Presidenta desde otro flanco, estuvo cargado de las definiciones que la política le reclamaba. Podrá no coincidirse con Massa, pero nadie podrá decir en adelante que no se sabe lo que piensa. El discurso del intendente se colocó a una distancia más notable de la que se esperaba con respecto a Cristina y sus políticas. Tal vez la propia Presidenta, y también la insistencia de De Narváez en adosarlo al cristinismo, obligó a Massa a una posición más crítica que la que hubiera querido. No estuvieron ausentes ni la reforma constitucional (a la que se opuso claramente), ni la independencia de la Justicia (que defendió), ni su predisposición a crear un clima político menos confrontativo y más amigable. Sólo suscribió las políticas sociales del kirchnerismo. Cree en ellas, pero ese anuncio estuvo destinado también a ganarse el voto de muchos beneficiarios de esos planes.
La Presidenta es tenaz con sus obsesiones. La Justicia fue ayer casi la única cuestión del momento que mereció algunos párrafos de su discurso por cadena nacional. Párrafo aparte: algún gobierno (no éste, desde ya) tendría que reglamentar el uso de la cadena nacional para que no se convierta en la plataforma habitual de las catarsis de odios y rencores presidenciales. La Presidenta volvió a culpar a la Justicia de la inseguridad. "Que nadie me venga a hablar de inseguridad si antes no me habla de reforma judicial", advirtió.
Otra hipocresía: los jueces que más están de acuerdo con mitigar las penas al delito son los que militan en Justicia Legítima, que se ha convertido en una organización diáfanamente cristinista. Esos jueces y fiscales tienen su maestro más admirado además en el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, el único miembro del máximo tribunal con manifiestas coincidencias con el gobierno de Cristina.
Los jueces no son Massa ni Moyano. Están condenados al silencio. No pueden contestar las arbitrariedades de la Presidenta. Como tampoco ninguna capital importante del mundo le respondería a la mandataria argentina. Por eso habló de ellos y guardó silencio sobre los conflictos que no puede resolver. A los que no puede aludir porque no resistirían una inmediata refutación política.