Eran días de esplendor. La Presidenta, espoleada por la aclamación popular, se sintió entonces la intérprete y la elegida de la historia. Creyó, acaso con ingenuidad, acaso de buena fe, que la convergencia entre excelentes indicadores económicos y electorales, la celebración del Bicentenario y el legado carismático de su marido difunto la proyectaban a un país ideal, donde las antinomias quedaban canceladas por la abundancia y las dudas eran sepultadas por la fe en un futuro venturoso.
Esta verdadera consagración pospolítica, que clausuraba el difícil camino trazado por Néstor Kirchner del Infierno al Purgatorio, quedó plasmada en el discurso presidencial del 17 de octubre de 2011, pocos días antes de las elecciones. Es una pieza paradigmática. Se refirió Cristina a la necesidad de un proyecto que contuviera a todos los argentinos y lo creyó factible por obra de la riqueza material. Afirmó que ya no es necesario optar, como en el pasado, entre alpargatas y libros: "Ahora tenemos zapatillas, libros, netbooks ?". Es decir: queda abolida la contradicción política y económica, la lucha de clases, el enfrentamiento de intereses. Subsisten diferencias secundarias, pero, en sustancia, la riqueza opera la síntesis, cierra la cesura, obra el milagro de la integración. Incluye a todos. En su apogeo, Cristina idealizó a la Argentina y se idealizó a sí misma, omitiendo dificultades previsibles y fallas en la construcción de su poder político.
Entre los problemas que podían esperarse para finales de 2011, se encontraba una desaceleración de la actividad económica, con más inflación, menos creación de empleo y un reflujo del ritmo de la inversión. El apoyo popular al kirchnerismo se había sostenido, ante todo, por el crecimiento del producto, la creación de empleo y un valor del salario por encima de la inflación. Menos que eso -¡nunca menos!- llevaría previsiblemente a una erosión de la popularidad presidencial y del caudal electoral. El relato no alcanzaría para compensar el bolsillo. Es lo que ocurrió, con alternativas, a partir del verano de 2012.
Pero había más problemas debajo del sueño presidencial. Subestimando, o negando, los nubarrones en el horizonte, el Gobierno se ató a una suerte de contrato de potencia perpetua, por definición imposible de cumplir. El "vamos por todo", el "nunca menos", en lugar de ayudar a la imaginaria consagración del proyecto, dejó a la vista la enorme distancia entre los deseos y la realidad, entre la grandilocuencia de la misión y la pobreza de los resultados. Adicionalmente, privó a la Presidenta de un discurso para la crisis, herramienta usual de los gobiernos en dificultades. Cabía la posibilidad de decirles a los argentinos: me acompañaron en la prosperidad, acompáñenme ahora ante los problemas. Pero no, cualquier indicio de debilidad y duda está erradicado de la sensibilidad presidencial. Jamás existe disminución de la potencia, no hay registro de la castración, como diría el psicoanálisis.
Un tercer factor contribuyó a la declinación de Cristina: la baja calidad de la administración del Gobierno. El sistema absolutamente concentrado de toma de decisiones, la prohibición de discutir o contradecir el parecer presidencial, el maltrato a los funcionarios, la imposibilidad de trabajar en equipo, la interna de los comisarios ideológicos y los funcionarios profesionales, entre otras fallas, fueron minando la capacidad de respuesta. Se llegó a una combinación fatídica: políticas más pobres ante problemas más complejos. Apareció la mala praxis. Tal vez la desafortunada deriva del cepo al dólar haya sido la muestra más cabal de estos desatinos.
A menos de dos años de formular su ideal pospolítico, más cerca de Hegel que de Hobbes, más inclusivo que exclusivo, la Presidenta enfrenta, ineludiblemente, los límites de su proyecto, de su concepción de la política y de su propia psicología. Se advierten contradicciones entre la audacia de las intenciones y la mediocridad de los ejecutores; entre el llamado a la inclusión y el desprecio por el que piensa distinto; entre un país para todos y un país doblegado por las imposiciones del poder.
La decadencia de los omnipotentes es inquietante, produce angustia. ¿Nos espera un gobierno que ante la caída doblegará la apuesta, con efectos perjudiciales? ¿O nos aguarda la aceptación del declive presidencial y una reformulación del modelo en términos más realistas? El tiempo que resta hasta octubre probablemente confirme el ocaso del kirchnerismo, abatido por nuevos liderazgos. El que se abra a partir de entonces quizás alumbre la nueva configuración del poder, sobre la que existen algunas certezas y muchos interrogantes.