Hay, sin dudas, un revés político que, casi como un autoflagelo, el cristinismo se encargó de abonar desde que puso en marcha la reforma judicial. Pero se trasluce también en la decisión coincidente de seis de los jueces –sólo Raúl Zaffaroni votó en disidencia– la intención inocultable de trazar un límite institucional a un Gobierno arbitrario y prepotente con asiduidad.
Aquella derrota política está a flor de piel. El Gobierno hizo de la reforma judicial, amén de pensar en un trampolín para la permanencia futura en el poder, una bandera de campaña política. Tanto fue así que amalgamó dos reformas en una: propuso la elección de jueces y académicos mediante el voto popular pero inventó, en simultáneo, nuevas reglas de juego electoral. Prohibió, por ejemplo, la formación de agrupaciones o alianzas sólo para competir en los comicios de consejeros. Colocó otras restricciones insólitas: el reconocimiento nacional en 18 distritos, cuando para una elección presidencial la exigencia trepa sólo a 5. Ardides que parecieron colocar en tela de juicio el principio declamado de la democratización del Poder Judicial.
La derrota política se explicaría también con otro abanico de razones. El frustrado cambio en el sistema judicial nació con un proyecto que el cristinismo impuso con sus mayoría parlamentarias, sin atender los reclamos de la oposición, de jueces, académicos, especialistas y organizaciones sociales. ¿Cómo podría sostenerse, de ese modo, el alegato de la democratización blandido por Cristina? En verdad, el Gobierno venía sembrando, en ese campo, sólo incertidumbres. Invocó el mismo vocablo cuando abordó la ley de medios: la realidad indica que el cristinismo terminó tejiendo una red hegemónica de comunicación. Del total de licencias otorgadas hasta ahora por la AFSCA –órgano de aplicación de la ley– el 94% correspondieron a medios estatales o paraestatales. Aquel dominio, sin embargo, no se compadece con las audiencias conquistadas. No alcanza con tener dinero y poder para atraer el interés de las personas.
Otro antecedente válido resultó el pacto con Irán suscripto por el canciller Héctor Timerman. Cristina intentó amortiguar el impacto del acuerdo secreto sobre el atentado en la AMIA prometiendo un debate sin limitaciones.
Invocó en más de una ocasión, por cadena nacional, la necesidad de construir alrededor del tema una política de Estado. Aquel pacto fue aprobado en poquísimo tiempo por una apretada mayoría oficialista en el Congreso. En nada se logró progresar porque el régimen de Teherán estuvo hasta hace días en un proceso electoral cuyo desemboque – el triunfo de un líder moderado– arrojaría sobre el conflicto bilateral más dudas que otras cosa.
Tampoco se podría soslayar en la descripción de la derrota el capital político que el Gobierno puso en juego para alcanzar el objetivo. Ya se mencionó el papel del Congreso. Habría que reparar en la incursión del cristinismo en el Poder Judicial, donde consiguió una escisión clara. No importa el volumen que tenga la ONG, Justicia Legítima, donde convergen, como en todos lados, magistrados de buena y mala reputación. Importa más que ese sector de la Justicia haya hecho propio el discurso político del cristinismo. Tampoco interesarían mucho, a esta altura, los antecedentes profesionales que impulsaron a Alejandra Gils Carbó a la Procuración General. La jefa de los fiscales actúa como un ariete cristinista, al compás de las instrucciones que recibe desde la Casa Rosada. De hecho, opinó exactamente a la inversa que los jueces de la Corte sobre la elección de consejeros para la nueva Magistratura.
Para el final del recorrido el cristinismo guardó sus herramientas de presión. Recurrió al per sáltum no bien la jueza María Servini de Cubría declaró la inconstitucionalidad de las elección a consejeros. Envió a varias de sus pobres espadas políticas, entre ellas Julio De Vido, a advertir a los jueces de la Corte con anterioridad que rubricaran el fallo de ayer. De nada sirvió.
El otro trazo grueso del máximo Tribunal apuntó a lo que seis de ellos definieron como una propensión a la “omnipotencia legislativa” del Gobierno. Es decir, a la imposición de sus criterios a través de mayorías legítimas sin tener en cuenta ningún orden jurídico. La Corte se alzó, en su pronunciamiento, como el último e indiscutido control de la constitucionalidad que tiene la democracia. “No es posible que bajo la invocación de la defensa de la voluntad popular pueda propugnarse el desconocimiento del orden jurídico, puesto que nada contraría más los intereses del pueblo que la propia transgresión constitucional”, entendieron en su fallo Ricardo Lorenzetti, Elena Highton, Carlos Fayt, Juan Carlos Maqueda, Enrique Petracchi y Carmen Argibay.
Con buenos reflejos, los jueces recordaron fallos sobre control constitucional que el Gobierno jamás objetó, quizás porque encuadraba en sus necesidades políticas. Entre un largo listado, cabría recoger dos: la inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que impedían juzgar las graves violaciones a los derechos humanos; la ley de Matrimonio Civil que, al impedir a las personas divorciadas volver a casarse, limitaba la autonomía individual. De ambas el ciclo kirchnerista extrajo un excelente rédito.
Como prólogo para refutar los cambios impulsados por el Gobierno al Consejo de la Magistratura, aquellos seis jueces plantaron dos conceptos: “El reconocimiento de derechos ha sido posible porque nuestra Constitución busca equilibrar el poder para limitarlo”; “los poderes son limitados; si se quiere cambiar eso hay que modificar la Constitución”. Ellos mismos concluyeron que las personas que “integran el Consejo lo hacen en nombre y por mandato de cada uno de los estamentos que representan”. En consecuencia “ el precepto no contempla la posibilidad de que los consejeros puedan ser elegidos por el voto popular ya que, si así ocurriera, dejarían de ser representantes del sector para convertirse en representantes del cuerpo electoral”, remataron.
Los seis jueces coincidieron que tal principio está consagrado con claridad en la reforma constitucional de 1994. En ese punto, como en casi todos, Zaffaroni discrepó. Ese tópico fue votado por Cristina como convencional constituyente de la época. Más aún que eso. La Presidenta formó parte, además, del Comité Especial de Redacción, integrado sólo por 27 miembros.
Nada de lo que objeta ahora se le pudo haber pasado por alto. Salvo que las conveniencias políticas han variado.
Alak dijo que el afán “democratizador” del Gobierno no concluirá por el fallo de la Corte.
Aunque será acatado. Justicia Legítima se ocupó de transmitir un mensaje de similar. ¿Vendrá la estocada contra la Corte? ¿Se intentará ampliar el número de sus miembros para aumentar la influencia K? La diputada Diana Conti vaticinó una denuncia en organismos internacionales. Podría ser en la CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos) dependiente de la OEA. Allí nuestro país tiene un pleito abierto por su apoyo a Venezuela y Ecuador.
“La Justicia ha puesto un límite. Ahora le toca a la política”, sintetizó uno de los jueces, mirando el horizonte muy cercano de agosto y de octubre.