Cristina Fernández tiene ya su reforma judicial. Pero, aun así, no está conforme. ¿Por qué razón? Por varias. La primera: no tiene buenos indicios sobre el destino final de la elección de consejeros para la Magistratura en las primarias de agosto. Ese destino lo determinará la Corte Suprema. La segunda: le causa fastidio el revuelo que en el mundillo judicial provocó su decisión.
“Es otra corporación con la que hay que terminar”, se le oyó afirmar estos días en la Casa Rosada. La afirmación brotó mientras sucedía el descontrol de los fiscales que dependen de la procuradora general, Alejandra Gils Carbó. La tercera: advierte parálisis política en el cristinismo mientras la oposición pareciera encontrar en la hipotética inconstitucionalidad del futuro Consejo de la Magistratura un combustible para la campaña y la unidad.
El mayor problema es ahora la Corte. Cuatro de sus seis miembros ya tienen un motivo de coincidencia natural para refutar la reforma electoral que Cristina hizo incluir en la reforma judicial.
“Es absurdo que para ser candidato a presidente se necesite reconocimiento legal en cinco distritos. Y para ser aspirante a consejero en 18”, explicó uno de los magistrados. Ese argumento no resistiría la justificación de ninguna de las instancias de la pirámide judicial. Existen más objeciones aunque, tal vez, no tan categóricas como esa. Por caso, la validez constitucional de que jueces, académicos y abogados sean ungidos por el voto popular directo.
No es una casualidad, más allá de sus compromisos académicos, que Raúl Zaffaroni se haya ausentado en Italia durante este tiempo. No estaría dispuesto a estampar su firma en ningún fallo de la Corte que frene el proceso de la reforma judicial. Menos todavía si ese fallo contara con los seis votos restantes. Si la Corte declara la inconstitucionalidad sobre la elección de los consejeros empezaría a derrumbarse la estrategia de Cristina de colonizar el Poder Judicial. Esa colonización estaría pensada para dos escenarios: continuar después del 2015 o retirarse sin tener que hacer un peregrinaje interminable por los Tribunales. Las sospechas de corrupción en el poder no empezaron con el empresario K, Lázaro Báez, y las revelaciones acerca de supuesto lavado de dinero. Hay infinidad de episodios escondidos que podrían estallar si la Justicia no estuviera maniatada. Sólo la relación comercial con Venezuela es una Caja de Pandora. Están los “Sueños Compartidos” de Hebe de Bonafini y los hermanos Sergio y Pablo Schoklender. Está, además, el escándalo Ciccone que compromete a Amado Boudou.
Esas amenazas no parecen, sin embargo, provocar ningún cambio de rumbo de Cristina. Ante el acecho indaga siempre una réplica, una revancha. La Comisión de Disciplina del Consejo de la Magistratura citó a Daniel Rafecas para escuchar el descargo por su intervención en el caso Ciccone. Podría ser la antesala de su juicio político y su destitución. El juez cometió irregularidades, sin dudas. Como asesorar en la clandestinidad a los abogados de los socios de Boudou. Pero el escarmiento no sería por eso. Sería por haber allanado, de modo intempestivo, un departamento del vicepresidente en Puerto Madero. Ese día Cristina estaba en Bariloche y alguien la escuchó bramar: “Si se lo hacen de ese modo a Amado, me lo podrían hacer a mí”. Igual, Boudou ingresó en un crepúsculo político.
La Presidenta trama también un golpe contra los miembros de la Corte si, como presume, detuvieran el corazón de su reforma judicial. Asoma cansada de los equilibrios que le agradan a Ricardo Lorenzetti. Decepcionada con Carmen Argibay. Para ella, Carlos Fayt y Enrique Petracchi serían los exponentes rancios de la vieja corporación. Con Juan Carlos Maqueda fueron colegas en el Senado pero nunca compinches. Discreparon agriamente cuando Cristina apoyó en 1998 la reelección indefinida en Santa Cruz mientras vapuleaba una pretensión similar de Carlos Menem. A Elena Highton le guarda aprecio, pero la tiene también ahora en observación. Zaffaroni sería, a juicio suyo, el único intachable.
¿Cambiar a la mayoría de los miembros de la Corte? Imposible e inconveniente. Ese Tribunal, mal que le pese, es el único lustre que queda de una institucionalidad opacada y degradada en esta década. Cualquier intento de remoción de alguno de esos jueces demandaría de juicio político cuya aprobación exigiría los dos tercios de los votos del Congreso. Una mayoría inalcanzable.
El proyecto sobre el cual trabaja ahora Cristina es, en verdad, una idea del mismo Zaffaroni. Ampliar la cantidad de miembros del máximo Tribunal para construir una mayoría cristinista que no se oponga a sus propósitos. Zaffaroni alguna vez habló de 19 miembros que podrían dividirse en cuatro salas. La Presidenta no pretendería tanta sofisticación. Le alcanzaría con 9 o con 11 o con 13 si ello le garantizara buenas noticias. Zaffaroni brindó una pista sobre la viabilidad: la Constitución no establece ni limita el número de ministros de la Corte.
Tampoco la limitaría la ley que el Gobierno mantiene incumplida desde que modificó la composición del Tribunal entre el 2003-2004. Esa ley estableció la reducción del número de integrantes a cinco. Pero permanecen los siete de entonces. Ahora podrían pasar a dos dígitos. Las convicciones institucionales sólo están regidas por las conveniencias políticas.
La Presidenta supone que para cumplir el nuevo objetivo contaría con la fidelidad parlamentaria. La misma que, sin contemplaciones, le permitió aprobar el turbio pacto con Irán por la AMIA, la reforma judicial y el segundo blanqueo de capitales.
Además, requeriría sólo de una mayoría simple.
Tal vez otra pata del mecanismo ideado para atormentar a los jueces se esté astillando. La procuradora Gils Carbó debió cesar cizañas contra la Corte para ocuparse del desbande que sucede entre los fiscales.
Alguna vez la Presidenta pensó en esa mujer para integrar el máximo Tribunal. Pero está demostrando ser menos ducha de lo que ciertos pergaminos auguraban. Debió en los últimos días escuchar algunas admoniciones de Carlos Zannini. La palabra del secretario Legal suena como un eco presidencial.
El fiscal Guillermo Marijuán es la figura más incómoda. No sólo anda detrás de las oscuridades de Baéz y del viejo entorno del kirchnerismo patagónico. También promovió una acusación contra Gils Carbó por la designación de fiscales ad hoc que habrían actuado con demora –o no habrían actuado– cuando explotaron las denuncias sobre el circuito de dinero negro. Aquella acusación fue primero desestimada aunque, al final, convalidada por la Cámara Federal. La semana pasada ocurrió la irrupción de Alberto Nisman con un nuevo informe contra Irán, al que acusa de establecer en la región bases terroristas para cometer atentados. La novedad surgió en el momento en que Teherán comunicó la validación del pacto por el atentado en la AMIA. Esa validación corrió por cuenta de Ahmud Ahmadinejad y no de su Parlamento, que le dio la espalda en un tiempo pre electoral. Quizá la conducta de Nisman haya que interpretarla antes como un acto de supervivencia política, frente al desaire que implicó el Memorándum de Entendimiento, que de neta rebeldía contra Gils Carbó.
Nadie sabe si Cristina habrá pensado también en Gils Carbó cuando, durante un acto en Lomas de Zamora, se quejó porque desde su propia comarca política no la defienden lo suficiente. Quedó en evidencia que su reproche estuvo dirigido contra Daniel Scioli, sentado a su derecha. Refirió, como un demérito, a aquellos que sólo piensan en llevarse bien con todos y que tienen mil amigos. En simultáneo, l a imagen de la televisión oficial reposó sobre el gobernador de Buenos Aires.
No hay improvisaciones en la coreografía cristinista.
Resulta curioso que Cristina termine renegando de la criatura política que se encargó de arropar todos estos años. Habría también algo de psicología en los pliegues del lamento. La Presidenta resolvió alzarse en un pedestal. Y allí está. Esa soledad, tal vez, también explique en parte los insípidos cambios de gabinete que anunció. Hacía rato que Nilda Garré había dejado de ser, si alguna vez lo fue, ministra de Seguridad. El sillón lo ocupará Arturo Puricelli, que dejará la cartera de Defensa donde desarrolló una gestión tan incompetente que será difícil de ser empardada. El ex gobernador de Santa Cruz y ex enemigo de los Kirchner tendrá en sus manos la responsabilidad de afrontar el tema que más inquieta a los argentinos: la inseguridad. Debutará en un tiempo de campaña y de elecciones, con la cercanía vigilante que representa su segundo, Sergio Berni.
Las modificaciones no sólo significan el adiós de la política de Garré, que partirá a la OEA.
También, muy probablemente, el de Agustín Rossi.
El diputado se irá de la jefatura del bloque y del Congreso para recalar en el Ministerio de Defensa, uno de los dos de más bajo presupuesto. Pero deberá abandonar además la pelea electoral en Santa Fe que pensaba dar en agosto, pese a su baja ponderación popular. Rossi puso el pecho en todas las batallas que desde el 2003 le pidieron los Kirchner. Pero tuvo un mal presagio cuando hace días La Cámpora lo abandonó en su provincia. Cristina terminó de arrojarlo a una hoguera.
¿Cómo quejarse, entonces, por la ausencia de amistades y solidaridad? Cristina, quizás, esté recorriendo la parábola de todo gobierno que dejó atrás su apogeo y se encamina a la finitud. Ya pasaron los mejores, ya pasan los amigos y va quedando lo que hay.