Difiere en algo la marcha de anoche de las que tuvieron lugar en septiembre y noviembre del año pasado? ¿Las cacerolas que se hicieron oír, las pancartas que agitaron sus consignas a lo largo y a lo ancho del país aportaron algo nuevo, distinto, a la escenografía, la coreografía y las voces de la disconformidad? ¿Lo sucedido fue redundante o introdujo un matiz innovador? ¿Pudo más lo previsible o algo inédito se hizo ver y oír?
Los contenidos no parecieran haber cambiado. Sí se ha ahondado la intensidad de su expresión. La protesta tocó fondo. La angustia ante lo que sucede no pudo ser más diáfana. Más apremiante la demanda de una solución. El envilecimiento radical de la República inspiró los pasos de todos los que marcharon.
Lo que hasta ayer preocupaba hoy desespera. Lo que hasta ayer era inminente hoy ya ocurrió. Lo que hasta ayer indignaba hoy exalta la sensibilidad popular y su resistencia contra el avasallamiento del Estado. Su conversión en una guarida de demagogos y delincuentes. Hoy se ha convertido en una pesadilla de la que nos cuesta despertar lo que hasta ayer era insomnio sembrado por la incredulidad y el desasosiego. Medio país salió a la calle consciente de que si su demanda no se transforma en oposición organizada, eficaz, imaginativa, el porvenir del pensamiento independiente, de los derechos individuales y de la auténtica justicia social se disolverá muy pronto en la nada.
Representantes de varios partidos opositores se sumaron a la gente e hicieron suya su protesta. No había sido tan rotundamente así hasta ahora. No se puede negar que estuvieron allí para manifestar su identificación con un pueblo golpeado por la frustración, la inseguridad, la educación menoscabada, la censura, el patoterismo de los que mandan, las trabas económicas, la inflación y el autoritarismo. Por una democracia, en suma, divorciada de las exigencias republicanas. Pero esa identificación no basta y la gente se lo hizo saber a los políticos. El mensaje callejero no sólo fue claro y rotundo hacia el Gobierno. Lo fue también hacia la oposición, que sigue enceguecida por disputas y distanciamientos mezquinos que parecieran olvidar cuál es su deber.
La gente les hizo saber ayer a los políticos opositores lo apremiante que es su necesidad de que se decidan a representar y no sólo a acompañar la disconformidad del pueblo. Que sean capaces de reavivar la esperanza cívica y encarnar los ideales indispensables de una ciudadanía huérfana de liderazgos convergentes. Que sepan dar vida a los acuerdos indispensables entre las distintas fuerzas porque sólo de ellos provendrá una respuesta a la altura del desafío de esta hora.
En lo que hace al oficialismo el mensaje popular no ha sido menos rotundo. Al Gobierno se lo acusa de estar aniquilando la República con el pretexto de fortalecer la democracia. De quebrantar la ley para fortalecer el poder. De reducir el Estado a las necesidades mezquinas del Poder Ejecutivo. Y al Ejecutivo, a la voluntad sin freno que sólo se encuentra a gusto en el ejercicio de la autocracia y el encubrimiento de la corrupción.
La manifestación de anoche evidenció el hartazgo frente a tamaña perversión; la conciencia de que el oficialismo está a punto de convertir a la República en la nueva desaparecida de la Argentina. Ya nadie duda de que ése es su propósito. La duda apremiante recae en cambio sobre la disponibilidad de los recursos indispensables para impedir que el desastre se consume. Para que se consume la dictadura solapada. Quienes marcharon anoche salieron a reclamar esos recursos, a insistir en su necesidad, a quienes corresponde que se hagan cargo de su expresión.
Pocas veces como anoche se hizo sentir en la Argentina la demanda popular de respeto a la Constitución. Se marchó por ella. Se marchó en su defensa. Se marchó por su valor.
A los jueces, la marcha de anoche volvió a pedirles coraje y perseverancia en la integridad. Otra vez se les dijo que se espera de ellos el trazado contundente de la línea divisoria entre la ley y el delito. La mirada de todos los que anoche salieron a hacerse ver y oír fue ante todo una mirada que buscó los ojos de los representantes de la Justicia para exigirles que no se entreguen al poder político. Que preserven su independencia y, con ella, la dignidad de su función.
Fue y no fue la de anoche una marcha como las dos anteriores. En lo que hace a su singularidad ella resulta de la expectativa radical, acuciante si se quiere, y esperanzada también, de que se sabrá proceder en consonancia con la gravedad del presente. De que se acaba el tiempo disponible para no soltarle la mano a la democracia republicana. De que es ahora o nunca. De que es hoy, si aspiramos a un mañana.