La primera es la del pasado político venezolano anterior. Chávez no es inmotivado . Tampoco es el primer presidente de Venezuela que despilfarra la renta petrolera; no es el primero que esboza planes suntuosos que quedan a mitad de camino, olvidados, cubiertos por la ocurrencia siguiente. No es el primero que usó esa renta en el corto plazo, discurseando sobre el futuro sin darle bases más sólidas.
La segunda cuenta requiere no repetir, en el juicio sobre Chávez, los rasgos sumarios de sus propios pronunciamientos ni la grandilocuencia sin fisuras de sus gestos. Nos ponemos rápidamente de acuerdo: no le interesaba la lógica republicana. Pero Chávez fue algo más que un militar vuelto líder carismático que despreció las libertades clásicas. Su historia, desde que conoció, como cadete, al nacionalista peruano Velazco Alvarado, el presidente de la reforma agraria, trae anuncios desde el comienzo. No fue un recién llegado al escenario, que se transforma a medida en que se consolida. Anunció lo que llegaría a ser. Chávez fue, además, un caudillo militar y usó al ejército no sólo como instrumento de un golpe, sino también como sostén de su expansiva fuerza territorial. En esto se diferencia de otros líderes de América latina, en primer lugar de Evo Morales, de Correa y de Néstor Kirchner , que se sostuvieron con fuerzas de otro origen.
Su poder se extendió demasiado, pero su popularidad no resultó solamente de un vasto parque de artefactos publicitarios y del adoctrinamiento de masas. Su imagen no se construyó sólo a expensas de la libertad de prensa. No tuvo contemplaciones con esos derechos, pero no lo votaron como consecuencia de que los limitó cuantas veces pudo. Como muchos de los actuales presidentes de América latina, usó el aparato estatal y el dinero público para imponerse. Estos dirigentes han aprendido que el Estado es la máquina que construye su poder. La larga saga del exilio de Perón, esos 18 años de proscripción, hoy es inconcebible. La ocupación del Estado y la incontrolada disposición de sus recursos son la clave de bóveda del poder, la matriz donde se reproduce.
El tercer punto a considerar: la hegemonía cultural y política del chavismo cambió, probablemente para siempre, la relación de los sectores populares con los gobiernos en Venezuela. En un nivel simbólico, Chávez aseguró su representación: se identificaron con el líder como no se habían identificado con los dirigentes anteriores, aunque éstos fueran más respetuosos de las instituciones. Podrá decirse, con razón, que uno de los dramas latinoamericanos es la escisión entre la institucionalidad política y la experiencia de que esa institucionalidad no es el instrumento que responde más rápido a necesidades reales. Ésta es una cuestión abierta; sobre ella, la Argentina escribe también un capítulo, con su propio estilo. De allí al desprecio por las instituciones hay solo un paso.
Frente a Chávez, la democracia debe preguntarse una vez más qué sucede con sus promesas incumplidas. Entender a Chávez no implica justificarlo. Y es también una tarea mucho más difícil que la sencilla identificación que pasa por alto todo. Exige aceptar y corregir que, en la mayoría de los países sudamericanos, la democracia no ha persuadido de que es un régimen capaz de superar los límites que le plantean la pobreza y la injusta distribución del ingreso, la violencia (que en Venezuela perduró y se agravó durante el chavismo) y la destitución en la vida cotidiana. Éstos son los problemas de la democracia que el cesarismo plebiscitario no soluciona, pero pone trágicamente al descubierto. Los señala, los utiliza como bandera de transformación y como excusa demagógica, les da reconocimiento, los malversa, los desordena, los ataca y, al mismo tiempo, los deja persistir.
Hugo Chávez fue, además, un caudillo de carisma agobiante y arrollador (su simpatía, su voz, la munificencia de su oratoria rica en maldiciones, imprecaciones, vocativos de fuego y amenazas). A diferencia de otros líderes populistas, su relación con la tradición histórica de América latina fue intensa y peculiarmente íntima. El adjetivo "bolivariano" no era, en su caso, una mención escolar; mostraba el deseo de inscribirse en la larga duración histórica. No se trata de medir ahora la versión de Chávez sobre esa historia, sino la fuerza que buscó en un linaje que arrancaba en las guerras coloniales y llegaba a hombres que sólo él recordaba en la vorágine superficial del discurso político: Sandino, Prestes. La relación de Chávez con estos hombres era vital. Se sentía uno de ellos.
Esto no mejora su autoritarismo, pero indica que su temple estaba atravesado por vetas auténticas del pasado y rayos de novedad. Fue el último antiimperialista a la vieja usanza. Y el primero de una fila de líderes que practicaron un antiimperialismo que, influido precisamente por un error arcaico, no les permitió distinguir los conflictos planetarios del presente. En Chávez estuvieron esas dos almas. La de la renovación de un discurso latinoamericanista que agonizaba después del fracaso autoritario de la revolución cubana y la de un antiimperialismo viejo y nuevo, que lo llevó a sus incursiones diplomáticas en Irán.
Durante todos los años que gobernó, la oposición no estuvo a su altura. Esto no convierte a ningún gobierno en aceptable ni justifica sus errores. Pero simplifica la foja de sus responsabilidades, sin eximirlas. Oponerse a un líder carismático que ocupa sin fisuras todo el Estado vuelve imprescindible un gran potencial político que incluya el reconocimiento inteligente de las causas que lo han sostenido allí. Por supuesto, tampoco sus herederos tienen una tarea sencilla por delante. Ellos enfrentan el dilema de una repetición imposible, precisamente por las razones que hicieron de Chávez el hombre que los dirigió hasta ayer. Y que hasta ayer los mantuvo unidos. La herencia puede separarlos.