Cristina Kirchner ha decidido que su campaña electoral se cifrará en hostigar, perseguir y, si pudiera, callar a los escasos medios periodísticos que quedan. Con la ley o contra la ley.
Ésa es la política que explica el enorme castigo económico al que está sometiendo a los dos principales diarios de la Capital, la nacion y Clarín, con la prohibición a los supermercados de contratar publicidad. El grave caso, que sometería a los diarios a depender de la publicidad oficial o a la asfixia financiera, coloca un potente haz de luz sobre un gobierno crecientemente autoritario, sobre una oposición impotente y sobre un empresariado demasiado sometido.
Las sorpresas del kirchnerismo son relativas. La propia Presidenta ya se había despachado duramente sobre los dos diarios en sus pocas apariciones públicas durante enero. Sus palabras revelan sus obsesiones y anticipan los hechos.
No hay nada nuevo. Desde que leyó un informe de la Unesco de principios de los años 70, en el que se diferenciaba la libertad de prensa de la libertad de empresa, Cristina Kirchner se convenció de que el periodismo es una logia de mercenarios. O lo compra ella o lo compran otros. Algunos de sus amigos, empresarios periodísticos a la vez, le han dado la razón, pero todavía hay un sector de la prensa que resiste y resistirá ante esa visión deforme, calumniosa e injusta del periodismo. Aquel informe de la Unesco ya era antiguo cuando se lo conoció, hace cuatro décadas.
La independencia del periodismo está garantizada por su capacidad para autofinanciarse. Necesita de la publicidad variada y vasta para ser independiente.
Inclusive para ser independiente de la publicidad y para financiar su eterna ambición de progreso y perfección. El argumento de que el periodismo no está sometido al escrutinio público, tan meneado por los recalcitrantes voceros kirchneristas, es aviesamente falaz. Un diario, por ejemplo, está sometido a la evaluación diaria de sus lectores. Un periodista rinde un examen nuevo con cada investigación, análisis o crónica que escribe. Ni los medios ni los periodistas viven de glorias pasadas.
El caso reciente se agrava porque el empellón contra la solvencia económica de los diarios no fue escrito en ningún lado. Nadie la firmó. Nadie se hizo formalmente cargo. Sin embargo, es una orden que en algunos casos compromete casi a un tercio de la recaudación publicitaria.
La ausencia de un papel formal, cualquiera que fuera, impide, por lo tanto, el inmediato inicio de acciones judiciales. Se ha vulnerado el derecho a la propiedad privada, la de los supermercados, porque no pueden disponer de sus recursos como consideren conveniente. Y se ha instaurado, sin decirlo y sin formalizarlo, un peligroso sistema de censura previa. La publicidad es también información, sobre todo cuando se trata del precio de productos de consumo básico y diario de la sociedad.
La publicidad es necesaria aún en el caso del extravagante control de precios. ¿Cuál era el precio de las cosas cuando sucedió el congelamiento? ¿Cómo accedería la sociedad a esa información crucial? ¿Acaso no podría haber competencia, además, entre los supermercados por debajo de los precios convenidos? ¿No existen también promociones sobre precios y cuotas que la sociedad debe conocer para decidir? ¿Qué sentido tendría la existencia de distintas empresas de supermercados si todo fuera lo mismo en cualquiera de ellas? ¿No es el Estado, en última instancia, el que se convierte de esa manera en el único proveedor de la sociedad de los productos que ésta necesita para vivir?
Esas preguntas sin respuestas lógicas, más allá de los trabalenguas en los que caen los funcionarios que dicen explicarlas, es lo que manifiesta, más que nada, que se trató de una decisión contra el periodismo independiente. Es la lógica patética e implacable de Amado Boudou, que acusó al periodismo (a la nacion en este caso) de desestabilizar porque informó de los aumentos salariales de los legisladores nacionales. Ese incremento se podía explicar de muchas maneras, menos con el argumento de que era mejor que la sociedad no supiera nada. Toda la literatura política moderna sobre la necesidad de transparencia del Estado democrático fue sepultada con un solo párrafo del inverosímil vicepresidente argentino.
Pero es la misma lógica de Cristina Kirchner. Lectora voraz de diarios, en los que no cree, según asegura, dedicó su última y más formal cadena nacional a replicar las críticas periodísticas al pésimo acuerdo con Irán. No lo explicó ni lo aclaró ni agregó nada nuevo. Sólo les habló a los diarios que la habían criticado por la decisión de trasladarle a la diplomacia la imposible responsabilidad de solucionar una causa judicial. Dijo verdades a medias en algunos momentos, no dijo la verdad en otros y cambió varias veces la historia y el presente.
La necesidad de que la suya sea la versión definitiva de cualquier cosa, de que no exista una refutación posible, explican su afanosa osadía de buscar un mundo sin periodistas.
Intentó, e intenta, la persecución del periodismo con leyes inconstitucionales o con persecuciones de su agencia tributaria. Pero los métodos groseros tienen un límite. Está en la Justicia. Con la prohibición a los supermercados de publicitar en la Capital encontró un atajo: agredir seriamente la estabilidad económica de los diarios por fuera de la ley. Esa deriva despótica del cristinismo -que tiene en el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, a su expresión más cabal- es una provocación a la sociedad, no sólo al periodismo. Después de todo, la libertad de prensa no es un derecho sólo de los medios y los periodistas; es, fundamentalmente, una conquista de la sociedad argentina.
El kirchnerismo pasará en la historia, aún en su versión más radicalizada del cristinismo. La historia indagará luego sobre los comportamientos de unos y otros, incluidos dirigentes políticos opositores y empresarios. Sobre la incapacidad de unos y sobre la facilidad de los otros para doblegarse ante el matoneo verbal de Moreno.
No se trata, después de todo, de la protección de ideas, ni de proyectos ni de políticas, sino de la defensa del capital sistema de libertades. Sin él, todos los argentinos serán otra vez víctimas.