Supermercados, estaciones de servicio o simples comercios fueron saqueados con depredadora violencia. Desde Bariloche hasta Resistencia, pero con particular brutalidad en el infinito conurbano bonaerense.
El conflicto es complejo y no podría explicarse con un solo argumento.
Partes enormes de la sociedad son pobres o muy pobres después de diez años de auge económico sin precedente. Vastos sectores sociales han perdido la noción de la ley o ni siquiera saben que existe un principio de autoridad
El discurso del resentimiento y la política de la confrontación, tan propios del gobierno nacional y popular, borraron cualquier frontera entre el bien y el mal. Eran conmovedoras ayer las declaraciones de funcionarios que denunciaban "robos" y defendían la "propiedad". Pero ¿por qué les exigían a los que tienen muy poco el respeto a esos valores que nada significan para los gobernantes?
El kirchnerismo (y, sobre todo, el cristinismo en los últimos años) ha usado todos los recursos comunicacionales para promocionar que los dos Kirchner lideraron el período de mayor crecimiento económico del país.
Es cierto que bajaron los índices de pobreza y de indigencia comparados con los traumáticos años 2001 y 2002, pero todo es relativo en un país sin estadísticas fiables. El último informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) aseguró que cerca del 30 por ciento de los niños argentinos son pobres. Sus padres también son pobres. Otros países, cercanos y con tasas de crecimiento menores que las argentinas, han hecho mucho más por una definitiva inclusión social.
En el último año, para no ir tan lejos, aumentó más el trabajo informal que el formal. En la actividad privada, el 60 por ciento del empleo sigue siendo en negro. También en negro se paga gran parte de los salarios estatales, entre ellos, los de las propias fuerzas de seguridad.
Sin embargo, es la inflación la que ha hecho los mayores estragos en los sectores de menores recursos. Los millones de argentinos que viven de subsidios estatales resultaron particularmente afectados. El salario real cayó un promedio del 3,5 por ciento entre diciembre de este año y el del año pasado. La inflación castigó a todos los salarios, pero el promedio esconde que la poda más importante se la infligió a los salarios más bajos.
La política del subsidio, sin una contrapartida de reales compromisos educativos o laborales, se ha convertido en una eficaz herramienta electoral.
El kirchnerismo ha hecho uso y abuso de ese recurso. Hay generaciones de argentinos que han perdido la cultura del trabajo. Tienen razón Daniel Scioli o Sergio Massa cuando señalan que el robo de televisores o de bebidas alcohólicas no es una faena de hambrientos, sino de ladrones. También es expresión de resentimiento y de impunidad.
Durante un década, el discurso del poder, que tiene una enorme influencia en la construcción de la cultura social, demonizó a los que tienen algo o mucho, y los enfrentó con los sectores más marginales de la sociedad.
En ese contexto, era predecible la certeza de muchos de que la propiedad del otro es un derecho propio. Esa misma marginalidad fue aprovechada por el kirchnerismo para sus epifanías políticas o, incluso, para presionar violentamente sobre los estamentos sociales perseguidos por el oficialismo. En definitiva, el Estado no contuvo ni le puso límites a una marginalidad social creciente.
Existen organizaciones sumergidas con vocación de promover esta clase de vandalismos. Existe Quebracho, cuyo líder, Fernando Esteche, suele compartir actos y palco con funcionarios kirchneristas. Pero ninguna organización podría por sí sola sembrar tanta violencia en regiones tan dispares del país si no existieran las condiciones sociales y políticas previas. Ese gusto por el desorden social que tiene el kirchnerismo, la debilidad por una autoridad omnímoda sólo aplicable a las estructuras de poder, es una de las peores herencias que dejará el actual oficialismo. Durará más allá que el circunstancial poder de los contradictorios funcionarios.
El kirchnerismo hace más grande a sus adversarios de lo que realmente son. Abal Medina culpó a Hugo Moyano de lo que sucedió en las últimas 48 horas en el sur, en el norte y en el centro del país. ¿Tiene Moyano tanto poder territorial como para movilizar al mismo tiempo a miles de personas dispuestas a delinquir? Si fuera así, ya sería hora de que Cristina Kirchner le proponga al jefe de los camioneros un programa para cogobernar. Si Moyano tuviera esa capacidad, ella nunca podría controlar el poder sin él. La verdad, con todo, es distinta.
El Gobierno y Moyano están corridos, tanto uno como el otro, por pequeños grupos de izquierda cerril, que piensan que la revolución se esconde detrás de las puertas de Carrefour.
Las policías locales, incluida la Federal, se han convertido en impotentes. Fueron patéticamente estériles en Río Negro, en Santa Fe y, sobre todo, en la provincia de Buenos Aires. Ninguna pudo hacer nada para frenar los primeros asaltos. La Federal también se paralizó, o fue paralizada, durante los recientes hechos de vandalismo de los hinchas de Boca o en la Casa de Tucumán en la Capital. ¿Nadie les dio ninguna orden durante los saqueos? ¿O se las dieron y no las cumplieron? ¿Acaso las policías ya han perdido, de tanto ser forzadas a no hacer nada, el imprescindible entrenamiento para reprimir en tiempo y forma?
Sea como fuere, lo cierto es que gobernadores e intendentes clamaban ayer por la Gendarmería, la única fuerza que está en condiciones de reinstalar cierto orden en el espacio público. La misma fuerza que hace poco se rebeló contra el Gobierno, porque éste destrata hasta a su propia y única guardia pretoriana.
Esa poquedad policial tiene su correlato con los rebasados índices de inseguridad, el problema, por lejos, más angustiante de los argentinos. Tiene un vínculo innegable con la doctrina social que indica que cada uno puede hacer lo quiera, como sucedió ayer y anteayer. Y tiene un sustento importante en una corriente judicial en boga, que directamente quiere abolir el Código Penal.
La Presidenta se metió sola en su ingrata Navidad. Pero actuó como si el problema no fuera suyo. Está en la Patagonia profunda, donde van los Kirchner cuando las llamas de la política arden peligrosamente cerca.