Es un poder dotado de vocación imperial hacia dentro de nuestras fronteras, concentrado en el mando ejecutivo, que busca eliminar los frenos y contrapesos previstos por nuestra Constitución y embate contra sectores económicos y sociales de la sociedad civil para recortar su autonomía. La lucha es pues la de un gobierno enfrentado con la Justicia, con los medios de comunicación independientes y con cuantos actores ese aparato ejecutivo juzgue peligrosos o enemigos.
La idea subyacente a esta empresa es tan obvia como dicotómica: el poder concentrado del Ejecutivo, cada día más amplio, es bueno; los poderes concentrados de la sociedad civil son, al contrario, perniciosos. Se presenta de esta manera la imagen heroica de un poder asediado desde todos lados por los que la Presidenta denomina "fierros mediáticos", "fierros judiciales" y los que sin duda vendrán más adelante. Todo abonado por una justificación ideológica y un juego táctico que, con sus más y sus menos, respalda esa estrategia.
Los comentaristas y el oficialismo suelen hablar de relato; en realidad, tras esas palabras está marcando el paso la antigua historia, tan bien expuesta por Maquiavelo, que describe la trayectoria de un "príncipe nuevo" (dicho, se entiende, en femenino) que busca acrecentar un poder que considera fundador y excepcional.
La conquista del poder se ratificó hace un año, merced a una rotunda legitimidad de origen. Millones de votos -el tan mentado 54%- respaldaron la reelección y dieron más aliento a la estrategia de borrar las normas constitucionales que prohíben la reelección presidencial cuantas veces el electorado la juzgue necesaria. Así, durante este período de doce meses, la hegemonía adquirió la fisonomía propia de un personalismo carismático que se fabrica mediáticamente y se reconstituye según el dictado de la ocasión.
No hay carisma sin séquito ni seguidores. Un séquito de fieles congregados mediante la consigna "Unidos y Organizados" adhiere con fervor, milita desde diferentes lugares y tiene acceso -no todos sus miembros, por cierto- al palacio presidencial. Mientras tanto, el círculo más lejano del movimiento peronista integrado por legisladores, gobernadores, intendentes y sindicalistas hace funcionar, hasta nuevo aviso, un régimen vertical y disciplinado, en especial en el Congreso, donde con rapidez la mayoría vota los proyectos de ley emanados del Ejecutivo.
La clave de este momento del poder hegemónico estriba en la capacidad del séquito de fieles para encapsular al círculo más amplio del peronismo del Frente para la Victoria y del sindicalismo. No es fácil: a medida que aumenta la intensidad ideológica del séquito, también crece el número de los aliados de la víspera convertidos en opositores (se los ha visto en la movilización de ayer).
Empero, esos díscolos no sólo se apartan debido a su relación conflictiva con el poder. También esa diáspora se expande debido a que la segunda estrategia para montar una hegemonía, tan necesaria como la primera, comienza a crujir y a mostrar serias deficiencias. Lo que anda mal, en efecto, es la gobernanza del Estado, la regulación arbitraria de la economía con cepos cambiarios y decisiones que impiden a los agentes privados programar sus inversiones. Crujen de este modo los presupuestos de una gestión que no acierta en recuperar el crecimiento, expandir el empleo genuino, abolir la inflación, equilibrar las cuentas públicas, distribuir con equidad la carga fiscal en la ciudadanía y en las provincias e instaurar una efectiva política de seguridad que combata el crimen, recupere el espacio público y contenga la prepotencia callejera.
La legitimidad de origen se desdobla por consiguiente en una legitimidad de resultados. Un gobierno no se mide tan sólo por la cantidad de votos obtenidos, sino por la calidad de su ejercicio. Si el ejercicio es insuficiente a ojos de la opinión, el viento de la legitimidad de origen de los sufragios puede llegar a soplar en contra. En un mundo de encuestas, redes sociales y televisión a cada instante, los gobiernos democráticos, aquí y en otros países, deben cargar pues con el fardo de la gestión cotidiana.
El choque entre estas dos estrategias -la que fabrica el carisma y la que cotidianamente gobierna- arroja la consecuencia de un poder hegemónico cuya vocación se prueba en medio de la desarticulación de las agencias del gobierno. Es una mezcla curiosa de hegemonía, deslices hacia el autoritarismo y estallidos anárquicos que no hace más que acentuar el deterioro del orden legal.
Como bien se dice, el Estado ha vuelto a ocupar la escena, pero es un Estado que no atina a recuperar el papel de fiador de las leyes y de la confianza. Con semejante gobernanza, la hegemonía corre el riesgo de carecer de cimientos. Si se hubiese puesto el mismo empeño que se aplicó al desarrollo de la belicosa propaganda oficial para mejorar, en cambio, la calidad de la administración del Estado, estaríamos presenciando una historia muy diferente.
Mucho más fácil es organizar la propaganda de Fútbol para Todos, o los escenarios mediáticos en los cuales se transmiten el entusiasmo, las risas y los aplausos de la concurrencia adicta, que llevar a cabo un programa de metas antiinflacionarias, desarmando, en defensa de los más humildes, las distorsiones estadísticas del Indec. Por eso podemos observar la situación híbrida de un poder envuelto por el frenesí del combate contra sus enemigos (en estos días le ha tocado el turno a una Cámara de Apelaciones del Poder Judicial) mientras fuera de esas escenografías cunde la contestación política y social.
¿Significa esto acaso que la hegemonía se encamina hacia el ocaso? Nada de eso. Queda aún mucho terreno por recorrer sin olvidar que las expresiones de deseos suelen ser desmentidas por la gravitación de los hechos. El proyecto de reforma constitucional, que implica la reelección presidencial indefinida y transformaciones más amplias, no está en absoluto sepultado. Sobrevive en tanto propósito de la aquiescencia del séquito hacia el carisma de la Presidenta y como signo de que, en materia de sucesión política, la Argentina padece un incomprensible atraso.
Estas intenciones inyectan dramatismo a las elecciones del año próximo. Se comprende que quieran reformar la Constitución porque su contenido republicano es el obstáculo mayor para recrear ese mundo sujeto a los impulsos y las reacciones de un poder carismático que, por carecer de sucesión, sueña con prolongar su dominio.
¿Qué mejor límite a esas ambiciones que el control constitucional en manos de una Corte Suprema de Justicia? ¿Qué mejor barrera para detener esa aventura que a tantos subyuga que los comicios intermedios en que se renuevan la mitad de la Cámara de Diputados y el tercio del Senado? En este sentido, la Constitución es un estorbo insoportable, un mecanismo vetusto cuando en algunas ambiciones del séquito anidan, convenientemente retocadas, no pocas de las antiguas ilusiones revolucionarias.
De este modo, en estos días finales de 2012, se están definiendo dos conceptos de democracia. Una democracia republicana, representativa y federal en pugna con una democracia que gira en torno a un poder hegemónico, que tritura el pluralismo de la representación política en la matriz de liderazgos carismáticos y practica un unitarismo encubierto. El electorado dirá, el año próximo, cuál de estas dos democracias prefiere.