El dato no afecta mucho a los gobernantes argentinos porque el país no tiene acceso al mercado financiero desde hace diez años. El riesgo país marca la tasa que la Argentina debería pagar si pudiera contraer nuevos créditos, pero no puede hacerlo. Ese índice es, sin embargo, revelador de la confianza (o de la desconfianza) de un país. La desconfianza política y económica en el gobierno argentino está llegando a niveles sólo conocidos luego del enorme default de principios de siglo.

El Gobierno parece correr detrás de una idea, de cualquier idea. No importa si es buena o es mala. Los discursos y los actos se contradicen, a veces con una diferencia de muy pocas horas. Basta recordar al influyente Axel Kicillof justificar el cepo cambiario que su propia presidenta había negado pocos días antes. Fue patética la peregrinación del canciller Héctor Timerman hasta las Naciones Unidas para suplicar por la Fragata Libertad. Allí debió escuchar lo que es obvio: las Naciones Unidas están para trabajar por la paz mundial, y la incautación de la Fragata no pone en riesgo la paz del mundo. El comunicado del Consejo de Seguridad pareció escrito con tono irónico, pero sólo se limitó a aclararle al confundido canciller argentino el lugar de las cosas.

Ayer, el pequeño mercado bursátil argentino se derrumbó después de otra cadena nacional de la Presidenta. Un día antes, ella había anunciado la virtual intervención de ese mercado, que quedó en manos de la Comisión Nacional de Valores, colonizada hace mucho por kirchneristas. El mundo camina hacia una mayor intervención del Estado en la economía, después de la crisis económica y financiera que ya lleva cuatro años. Pero esas intervenciones nunca son, ni fueron, producto de la arbitrariedad.

Aquí, el Gobierno ni siquiera respondió la primera pregunta: ¿para qué intervino un mercado bursátil que funcionaba muy bien? ¿Acaso para hurgar en las acciones de las empresas o para usar la intervención con fines de venganza política? El mercado bursátil argentino era transparente y lo están oscureciendo. Tenía el control de la Comisión Nacional de Valores en casos puntuales y sospechosos, pero ahora han llevado ese necesario control del Estado al grado de la intervención lisa y llana. El problema surge, en definitiva, cuando el interventor es peor que el intervenido.

Cuando el Gobierno comenzó a quedarse sin dólares, a principios de año, obligó a las aseguradoras a repatriar fondos que tenían en el exterior. Fueron unos 2000 millones de dólares. Esos dólares se convirtieron en pesos. Ahora les sacarán los pesos obligándolas a invertir en obras públicas. La Presidenta señaló que les ordenará que destinen el 30 por ciento de sus recursos para "inversiones productivas". En cualquier lugar del mundo, "inversión productiva" se refiere a la compra de acciones de empresas que se dedican a la producción de bienes. En la Argentina de Cristina Kirchner no es así. Su concepto de la inversión productiva es la financiación de la obra pública. ¿Cómo recuperarán las aseguradoras la inversión que hicieron en una producción que es difícil de mensurar?

En rigor, lo que ha sucedido es que el Gobierno se quedó sin plata para obras públicas. Obligará, por lo tanto, a las aseguradoras a hacerse cargo de financiar una misión del Estado que en tiempos kirchneristas es también una misión política y electoral. Al final del camino lo que reluce es la intervención del Estado en dos mercados, el asegurador y el bursátil, que hasta ahora funcionaban sin sobresaltos. No debería descartarse, por lo tanto, que los índices de desconfianza en el país sigan creciendo y que tales suspicacias afecten aún más la economía.

El proceso de maltratar la economía sin sentido no empezó ahora. Siempre formó parte del modo kirchnerista, pero se agravó notablemente en el segundo mandato de Cristina Kirchner. La inversión se desplomó desde la expropiación de YPF y las insalvables restricciones para girar dividendos al exterior. El gobernador de una provincia importante estuvo hace pocos días en el exterior buscando créditos para su provincia. En todas partes, incluidos el Banco Mundial y el BID, que son organismos multilaterales de crédito, le advirtieron que era muy difícil prestarle dólares a un país que expropió su principal empresa privada (YPF) y donde el acceso a los dólares es una utopía. El mismo sermón fue prolijamente repetido en todos los bancos privados que recorrió en su gira inútil.

Las explicaciones son, en algunos casos, peores que el desconocimiento. A veces, Kicillof es uruguayo. Sólo en un país presidido por José Mujica, sobrio y austero hasta el exceso, un funcionario podría declarar que "los dólares están para buscar petróleo y no para lujos". Ni Cristina Kirchner niega que a ella le gusta el lujo. Lo exhibe, además. El propio Kicillof calificó de "especulación financiera" el costo de los inmuebles en Puerto Madero. Su presidenta compró en ese barrio más de 500 metros cuadrados que están en desuso. Podía pensarse que lo había hecho con el propósito de tener una vivienda para cuando deje el poder. Su zar de la economía nos acaba de aclarar para qué la Presidenta hizo esa inversión.

Un gobernador cristinista, Jorge Capitanich, pesificó la deuda en dólares de su provincia luego de que el Banco Central le rechazó el pedido para comprar 250.000 dólares, cifra inferior al valor de un departamento en Puerto Madero. Otro gobernador de disciplina kirchnerista, el formoseño Gildo Insfrán, comenzó ayer el proceso para pesificar la deuda en dólares de su provincia. ¿Responde todo eso a una estrategia nacional o son actos desesperados de un Estado tan desordenado como confundido? Sea como sea, lo cierto es que las pesificaciones de esos gobernadores se tomaron como un virtual default de la deuda en dólares del Estado.

El problema del Gobierno es que hay poca o nula confianza en él. Pero la Presidenta no cree en la confianza de los mercados ni en la de los empresarios en general, porque en el fondo ella también desconfía de todos ellos. Ese círculo sin fin diseña un laberinto sin salida aparente.