Esto de las “políticas activas” es una marca registrada nacional, y no es patrimonio de este gobierno. Cumplo este setiembre 40 años en el periodismo agropecuario. En este largo ciclo, asistí a una enorme profusión de “políticas activas” para impulsar el desarrollo, la inversión, el crecimiento, la distribución del ingreso y tantas historias subrayadas por el común denominador de “la tentación del bien”, como el gran Francesco Di Castri nos legara en un congreso de Aapresid.
Señora, le cuento que la Argentina crece de noche. La habilidad de la política es encontrar a la mañana los brotes etiolados que esperan la luz del día para empezar la fotosíntesis, hacerse autótrofos, crecer y dar frutos. Pero en lugar de dejar que fluya la naturaleza de las cosas, la política corta los brotes, se come una parte y lo que queda se destina a los altos designios de “la Patria”.
La Argentina se hizo viable cuando la política anduvo distraída. La ignorancia de los planificadores naufragaba en viejas teorías acerca del “deterioro de los términos de intercambio”, o el “escaso valor agregado” de la producción agroindustrial, el “efecto multiplicador” del campo y otras sandeces. Vino la Segunda Revolución de las Pampas, sin pedirle permiso a nadie, casi a escondidas. Las teorías se hicieron añicos. Pero vienen otras, aún más viejas, para recrear el círculo vicioso.
Los más modernos hablan de “enfermedad holandesa”. Como ahora los productos del campo valen, ya no funciona la historia aquella de los términos de intercambio. Gracias a la onda larga de los altos precios agrícolas y a la respuesta productiva, el país se hizo viable.
Pero en lugar de que la historia discurra por el sendero natural, la política y sus asesores hacen cola para explicar que es el momento de tomar el excedente del agro para volcarlo en industrias más “plausibles”. Clinton tendría ganas de gritarles: “es la soja, estúpidos”.
Señores de la política: ¿cuál fue el plan soja? En estos cuarenta años en el periodismo agropecuario, recuerdo solo dos medidas puntuales: una en el año 1974, cuando Armando Palau (por entonces subsecretario de Agricultura del gobierno de Perón) consiguió un par de Hércules de la Fuerza Aérea y los mandó a Estados Unidos a traer variedades públicas de soja. Arrancó la historia grande. La siguiente, en 1996, cuando Felipe Solá como secretario de Agricultura de Menem autorizó la siembra de la soja RR. Todavía protesta cada vez que le recuerdo esa decisión que permitió triplicar la producción en diez años. Teme no haber sido políticamente correcto (¿?).
China en aquellos años exportaba soja, que valía 200 dólares la tonelada. Hoy importa el equivalente a toda la cosecha argentina, y paga 600 dólares. La Argentina pasó de exportar 2.000 millones de dólares en 1996, a los 30.000 actuales. Se acumularon reservas, se pagaron vencimientos de la deuda externa, se atendió la crisis social. Pero lo más importante es que surgió el embrión de una industria nueva, verde y competitiva, en el país “profundo” que declama CFK en su relato insólito y desfigurado. Ni ella ni ninguno de sus imberbes recorrió jamás la hidrovía, ni siquiera la ruta 9 con su parafernalia nueva de fábricas, talleres y plantas agroindustriales de todo calibre. Creen que Rafaela vale por un par de fábricas de válvulas y no por su poderosa industria láctea, que languidece por la impericia del “modelo”.
Nos aprestamos a la mayor campaña agrícola de la historia. El campo puede, aun sabiendo que le van a quedar migajas. Sabe también que ya soplan vientos de cambio.