Agregó, sombría y acertadamente, que si no se satisfacía esa voluntad era inevitable otro período de sangrientas guerras civiles. Transcurridos 188 años, y pese a emotivas afirmaciones en contrario, se sigue cuestionando en los hechos la capacidad de las provincias para ejercer sus autonomía.
La evidencia más flagrante es que este año cumplimos el decimosexto aniversario del incumplimiento de la Constitución de 1994, que obligaba a votar una ley de coparticipación federal en 1996. Suele culparse de esto a las provincias, sobre todo desde Buenos Aires, pero lo cierto es que ninguno de los presidentes elegidos desde entonces estuvo siquiera cerca de enviar un proyecto tal al Congreso. En cambio, todos los presidentes que pudieron hacerlo se arrogaron más y más poderes y recursos.
Así y todo nunca se había llegado al creciente centralismo que vivimos desde 2002. Por un lado, el Poder Ejecutivo ha acentuado su papel de gran recaudador, como puede verse en la creciente participación de los impuestos no coparticipados y en el hecho de que la Nación actúa cada vez más como principal agente recaudador. Como si dijera paternalmente a las provincias "dejen que yo recaudo, después repartimos". Con rarísimas excepciones, como hace poco en la provincia de Buenos Aires, ni provincias ni municipios se han mostrado incómodos con esto, como si prefirieran dedicarse a gastar y no ser el "malo" ante los contribuyentes. Así resulta que la Argentina es el país federal con la mayor diferencia entre las responsabilidades de gasto público de provincias y municipios. Estos últimos cubren con recursos propios sólo el 30% de su gasto y, en 2011, necesitaron hacerse de fondos nacionales por un total de 230.000 millones de pesos, una bicoca que genera tal dependencia con la Nación que resulta incompatible con un genuino federalismo.
El Estado nacional no sólo es grande y creciente en la recaudación sino también en el gasto, y se regodea en el dulce placer de hacerlo con el dinero de otros. La fiesta es completa porque el gasto público total alcanzará este año los 220.000 millones de dólares, cerca de un excesivo 47% del PIB -mayor por ejemplo que el de Alemania, Noruega o el Reino Unido- y virtualmente imposible de financiar como se ve en estos días y en la reaparición del impuesto inflacionario. Desde un muy bajo nivel en 2003, dicho gasto ha subido 19,3 puntos del PIB y la Nación ha aumentado su participación en el mismo del 52,9% al 55,6%. En conjunción con el crecimiento de su rol como el gran gastador y el gran recaudador, el Estado nacional también ha aumentado sustancialmente una apropiación indebida -no necesariamente ilegal, pero sí ilícita, injusta e inequitativa- de rentas que deberían haber sido de provincias y municipios. El Estado nacional se ha apropiado, entre 2003 y 2011, de 152.000 millones de dólares a valores de hoy, de los que, en un régimen federal acorde con la Constitución, no menos de 76.000 deberían haber sido de provincias y municipios. Porque aunque pueda argumentarse, por ejemplo, la legalidad de las retenciones a las exportaciones, lo cierto es que ellas extraen rentas que, en un federalismo de buena fe, deberían haber sido de las provincias mediante el Impuesto a las Ganancias o el inmobiliario. Si a esto se añadiera la parte de provincias del 15% de la masa coparticipable cuya afectación a la seguridad social acordada en 1992 perdió su razón de ser con la estatización de los fondos de pensión, las mencionadas sumas llegarían a 172.000 y 86.000 millones, respectivamente.
Otra faceta del inédito centralismo actual es el invento de las "transferencias discrecionales" de Nación a provincias, recursos quitados, primero, a las provincias y devueltos luego como si fuera por voluntad regia del príncipe nacional de turno. Ellas han sumado 45.000 millones de dólares. Lo grave de este arbitrio es que tales millonadas se reparten al margen de cualquier ley a los poderes políticos amigos o, peor aún, se usan para doblegar la voluntad de los indóciles o neutrales.
Las consecuencias de todo esto se manifiestan con crudeza en la política, la sociedad y la economía. La peor es la gran concentración de poder en el PEN, que favorece una tendencia a la hegemonía ya de por sí fuerte en la Argentina. Provincias y gobernadores pierden la independencia, quedan sujetos al poder nacional y se agiganta también la posibilidad de cooptar al Poder Legislativo so pena de castigar financieramente a las provincias rebeldes. Otra nueva y gravosa consecuencia, de dudosa constitucionalidad, es la relación clientelista directa con los intendentes afines o a afinar, puenteando a los gobernadores.
En otro orden, dado que las provincias tienen en sus manos casi dos tercios de la inversión estatal en capital humano (salud y educación), al sacarles recursos se perjudica también esa inversión porque el grueso de los dineros discrecionales se orienta a otros fines. Lo que se quitó a las provincias en 2011 es aproximadamente igual a todo lo que ellas invirtieron ese año en salud y educación. En el plano de la economía encontramos que malos impuestos tales como retenciones, créditos y débitos bancarios, ganancias no ajustadas por inflación, ingresos brutos en cascada y tasa de seguridad e higiene suman 6,5% del PIB. La mayoría de ellos son no coparticipados o surgen de necesidades fiscales obligadas de los gobiernos subnacionales y aumentan los costos de producir en el país o reducen los precios de los productores en cerca de 30.000 millones de dólares, enorme pérdida en momentos en que son cada vez más los sectores eficientes con dificultades para exportar o competir con los bienes importados. En fin, por la apropiación indebida y los malos impuestos se desalienta la reclamada "industrialización de la ruralidad".
Mucho se ha discutido sobre cómo hacer factible una ley de coparticipación capaz de cumplir el mandato constitucional de lograr "un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional", un objetivo incumplido en gran medida en las últimas décadas. No podrá lograrse sin devolver a provincias y municipios las potestades tributarias que se les han ido quitando históricamente y a las que se ha dado el peor de los manotazos en este siglo.
Tal cosa puede hacerse sin detraer ni un peso a lo que hoy están recibiendo las provincias, para que sea políticamente factible, y mejorando al mismo tiempo la solidaridad del sistema y las oportunidades de desarrollo integral de todas nuestras regiones. Un sistema tal nos acercaría a la cabal autonomía política y económica que quería Dorrego. Sin él seguiremos en este camino de construcción hegemónica que arrasa con las soberanías de provincias y municipios, suelo fértil del autoritarismo o de algo aun peor. Si algún remedio existe para reconstruir las cada vez más heridas instituciones políticas de nuestra Constitución ése es el ejercicio cabal del federalismo.
Observamos mientras tanto la solitaria rebeldía de Córdoba, pese a que se asiste al mismo tiempo al esmerilado permanente de la autonomía porteña y a la humillación de la provincia de Buenos Aires. Tal es el poder del relato oficial sobre el federalismo, el más patéticamente falso de los muchos en circulación, y que incluye la ironía insultante a la memoria de Manuel Dorrego -fundador, paladín y mártir del federalismo argentino- de haber bautizado con su nombre el recientemente creado instituto de revisionismo histórico entre cuyas funciones están la de reivindicar su figura y las raíces federalistas de la Patria.