Ocurre, simplemente, que el segundo mandato de Cristina Fernández, a poco de andar, se ha tornado difícil de explicar . Algunos viejos problemas irresueltos se acentuaron desde la muerte de Néstor Kirchner. Pero la Presidenta se había encargado siempre de resguardar las formas mínimas. La semana pasada el Gobierno rompió con ese pudor y dejó al descubierto la verdadera catadura de su cuerpo y de su alma.
Hace mucho tiempo que el kirchnerismo trafica influencias en el Poder Judicial. Basta para corroborarlo, la cantidad de causas sobre corrupción que atesora el juez Norberto Oyarbide. La renovación de la Corte Suprema, en el amanecer del ciclo K, obró como el árbol que ayudaba a tapar el bosque. Una investigación que levantó vuelo –que involucra a Amado Boudou– fue suficiente para que el Gobierno desatara una ofensiva salvaje sobre el cuerpo judicial. La notificación aterrizó también en los escritorios de los siete miembros de la Corte.
Hace mucho tiempo, también, que se advierte sobre el encierro de Cristina. En un punto infinito deben estar sus promesas del 2007 cuando pregonó la idea de reinsertar a la Argentina en el mundo. La Presidenta tendría el propósito de recuperar para el Estado la mayoría accionaria o una porción importante de la principal empresa del país, que ahora controla la española Repsol.
Podrá discutirse o no la conveniencia de ese paso. Pero nada daría derecho a la imprevisión y al destrato.
Cristina ni acusó recibo de una carta que, a propósito, le envió el jefe de gobierno español, Mariano Rajoy. Tampoco se ocupó de otra misiva enviada por el premier de Italia, Mario Monti. Esas líneas no refirieron a la empresa petrolera sino a las trabas a las importaciones. Es probable que la Presidenta haya escuchado quejas parecidas en su tránsito por la cumbre de las Américas en Cartagena de Indias.
Pocas cosas extrañan ya de un Gobierno que se ha empeñado en subvertir casi todas las lógicas . ¿Cómo puede ser que un sospechado –el vicepresidente– se erija en fiscal de la nación? ¿Cómo puede ser que denuncie ser perseguido por supuestas mafias cuando el proceso Ciccone –por la cual se interesó– que detonó el escándalo está tapizado de oscuridades? ¿Cómo puede ser que se impulse como nuevo procurador General a un abogado, Daniel Reposo, cuyo mérito supremo consiste en declararse soldado de la Presidenta? ¿Cómo puede ser que se utilicen correos secretos entre Daniel Rafecas y un abogado del socio de Boudou para que el mismo abogado recuse al juez? ¿Cómo puede ser que el vicepresidente haya dicho, sin rubor , que creía en Rafecas hasta que dispuso el allanamiento en su propiedad de Puerto Madero? Esteban Righi, el ex jefe de los fiscales, estaba en Nueva York escuchando ópera cuando el vicepresidente produjo su andanada contra la Justicia. Al regresar fue a entrevistarse con Carlos Zannini. Le bastaron tres preguntas para formalizar su renuncia. Interrogó al secretario Legal si pensaba que las palabras de Boudou lo habían aludido.
Recibió una respuesta afirmativa . También, si Cristina y él mismo compartían los dichos del vicepresidente.
Recibió otra respuesta afirmativa . Comunicó entonces su renuncia aunque antes de explayarla en tres carillas tomó una precaución: “¿Si renuncio no la van a rechazar, no?” , preguntó.
“No” , le contestó Zannini, impávido y frío.
El derrocamiento de Righi fue apenas el primer paso de la ofensiva del Gobierno que encabezó Boudou. Le siguieron el pedido de enjuiciamiento a Rafecas en el Consejo de la Magistratura y su recusación. También, el esfuerzo por sacarse de encima, lo antes posible, al fiscal Carlos Rívolo.
Ese hombre es el portador de pruebas contra el vice.
Parece claro que los últimos vestigios de la independencia judicial están siendo barridos.
Ese estigma de la democracia, ahondado en los 90 por Carlos Menem, estaría rebrotando con vigor con el kirchnerismo de Cristina. Se recuerdan incontables tropelías del menemismo con la Justicia, al extremo de aquella mayoría automática que disfrutó en la Corte Suprema para cualquier trámite.
Pero no resulta sencillo encontrar un episodio de esa época manipulado con tanto descaro público como el que compromete hoy a Boudou.
Quizá la Corte que preside ahora Ricardo Lorenzetti enfrente un desafío que no imaginó: sostenerse como única y, tal vez, última referencia de las garantías públicas y privadas.
Lorenzetti viene analizando con la Presidenta dos cuestiones que, desde otro ángulo, también tendrán impacto en el mundo judicial. El pago de Impuesto a las Ganancias de parte de los jueces. Un límite para las jubilaciones que se liquidan en base al 82% móvil y un plus.
Demostración cabal de hasta dónde flaquean las arcas del Estado . Sobre Ganancias había un principio de acuerdo en el Tribunal.
Sobre las jubilaciones, no . Pero el escándalo de Boudou y su bombardeo sobre la Justicia podría haber alterado los ánimos. De hecho, uno de los siete jueces le habría hecho una advertencia tajante al vicepresidente: “Te acompañé hasta el cementerio. Pero te dejo en la puerta” .
Cualquier derivación que, de ahora en adelante, tenga el caso Ciccone difícilmente no acarree trastornos para Boudou y el Gobierno. El apartamiento de Rívolo y Rafecas instalaría en la opinión pública un manto de sospecha imposible de remontar. La continuidad normal de la causa provocaría nuevos apremios para el vicepresidente. El fin de la quiebra de Ciccone se realizó con fondos de un paraíso fiscal que nadie controló. Al comando de la empresa se ubicó a un monotributista –Alejandro Vandenbroele– sospechado de ser testaferro del vicepresidente. Que aportó más de medio millón de pesos. La operación se hizo con el fin de que la Casa de Moneda, conducida por Katya Daura, discípula de Boudou, contratara a Ciccone para imprimir billetes moneda nacional. Ni boletos de subte ni billetes de lotería.
Boudou afirmó al inicio del escándalo que no hablaría de una mentira. Luego habló. Denunció una campaña mediática. Involucró a la empresa Boldt, que controla el juego en Buenos Aires y rentaba las máquinas de Ciccone. También implicó al duhaldismo y a Daniel Scioli. Terminó provocando un desquicio en la Justicia.
Nunca una mentira tiene patas tan largas.
El dilema político para el Gobierno pasa por Boudou.
Pero también pasa por Cristina.
Resulta enmadejado descifrar por qué la Presidenta ha terminado abrazada a la suerte de su vice. Rondan tres hipótesis: que la mandataria, como una vez confió Boudou, estaba al tanto de todo . Que no tuvo más remedio que apoyarlo porque la caída de su vice generaría una cascada. En medio del escándalo, con más o menos responsabilidad, están Ricardo Echegaray, el titular de la AFIP, Mercedes Marcó del Pont, la jefa del Banco Central y José Sbatella, el director de la Unidad de Información Financiera (UIF). La última conjetura apunta al perfil psicológico de Cristina: nunca sería capaz de admitir el error cometido con el emcumbramiento de Boudou . Esa decisión la tomó en soledad y contra la opinión de voces clave en su minúsculo entorno.
Si así fuera, alguna debilidad importante se estaría desnudando en su liderazgo político y de gestión .
¿No habría acaso también un reflejo de esa debilidad en el manejo de la crisis con Repsol-YPF y con España? En diciembre del 2011 Cristina exaltó la labor de la petrolera española. El delegado del Estado acompañó con su voto todas las decisiones del directorio de la empresa, incluida la controversial distribución de dividendos. Mientras eso ocurría, la exploración y la producción caían a plomo. En 2008 se registró la perforación de 105 pozos; en el 2009 fueron 100 y en el 2010 apenas 25. Una fotografía nítida de la crisis energética ocultada.
Cuando el agua empezó a bordear el cuello la Presidenta ensayó un giro brusco. Ese modo desconcertó a España y causó su dura reacción. Tal vez no sea lo más serio: la onda expansiva del conflicto llegó a la Unión Europea, al G-20 que preside temporariamente México y a Estados Unidos. Todo se anuda en un mundo globalizado: México es socio de Repsol a través de Pemex, la petrolera azteca; el 17% de las acciones de Repsol-YPF pertenecen a fondos estadounidenses. Cuando Antonio Brufau, el director ejecutivo de Repsol, señaló esa dificultad un ministro kirchnerista le replicó: “En ese lobby nos ayudará Colin Powell” . Se trata del militar que comandó la guerra del Golfo y fue secretario de Estado de George Bush. Brufau quedó perplejo.
Esos escapes de ocurrencia denotarían la ligereza e improvisación con que el Gobierno encara un conflicto tan grave. En la misma línea, ¿cómo pudo echarse a rodar un borrador con la expropiación de Repsol sin que nadie se haga cargo? ¿Cómo ocurrió sin tener antes cerrado un plan con gobernadores de provincias petroleras? ¿Cómo podrían ser determinantes en una cuestión trascendental las opiniones de Máximo Kirchner y de Axel Kicillof? Cristina e YPF podrían estar simbolizando una parábola fiel de la confusión argentina.
La Presidenta respaldó la privatización de Menem porque Santa Cruz necesitaba dinero. En el 2008 se entusiasmó con la “argentinización” que arrimó al Grupo Eskenazi, cercano al matrimonio. Hace cuatro meses redescubrió la reestatización.
El problema, en la raíz, apuntaría al papel del Estado. Una deuda capital de la democracia que los Kirchner, más allá de su empecinado relato épico, tampoco han sabido resolver.