El problema es muy preciso y se ha decidido atacarlo: el año que viene el Tesoro debe saldar deudas por US$ 7500 millones y 45.000 millones de pesos. De esa deuda en pesos, 20.000 millones están en poder del sector público y, por lo tanto, se pueden reprogramar. Pero hay $ 25.000 millones que, si no hubiera superávit primario, deberían ser emitidos. Y el Gobierno le ha tomado miedo a la emisión. Descubrió que con los pesos se pueden comprar dólares.
La modalidad con que se hace este ajuste reproduce a la perfección el mapa genético del kirchnerismo. El rasgo más reconocible es la oportunidad. Como en 2007, las malas noticias se dan entre el día en que se ganan las elecciones y el día de la asunción del mando. En aquella oportunidad, Néstor Kirchner se encargó del trabajo sucio antes de la entrega del poder. Aumentó las retenciones, la tarifa del transporte y el impuesto a la riqueza. Así su esposa podría asumir la Presidencia prometiendo la "profundización del modelo". Igual que el 10 del mes próximo.
La otra marca de familia del torniquete que Julio De Vido y Amado Boudou exhibieron ayer es el gradualismo. Están aplicando un impuestazo en cámara lenta. Y es lógico. Para un grupo político que se instaló en el poder cuando todavía retumbaban las cacerolas, aumentar la carga tributaria o las tarifas es asomarse al abismo. El Gobierno está tanteando el terreno porque tiene miedo. Ayer fue a lo seguro: Barrio Parque, extendido hasta la vereda par de Libertador, y Puerto Madero; es decir, zonas donde, salvo De Vido, Boudou, Florencio Randazzo o Aníbal Fernández, sólo vive gente acaudalada. Aun así, anoche los funcionarios analizaban la posibilidad de escalonar en la aplicación del cargo tarifario para evitar turbulencias.
El horror por las reglas generales y los mecanismos automáticos que adornó los anuncios de ayer fue otro alarde de kirchnerismo explícito. Serán los funcionarios los que van a decidir a quién le toca y a quién no el retiro del subsidio. Lo harán según las declaraciones juradas que presenten los interesados. Los que se atrevan a pedir serán tratados como vulgares compradores de dólares: los examinarán la AFIP, la Anses y vaya a saberse qué otro organismo de control. Además, como toda la información será exhibida en Internet -es el concepto que Boudou tiene de la transparencia-, el Gobierno pondrá a los consumidores de luz y gas a tiro de un escrache.
Para el oficialismo no existe el disfrute del mando sin cierto margen de arbitrariedad. Eso es el poder. Lo demás son facultades. De Vido y Boudou llevaron ayer ese estilo hasta la caricatura, cuando anunciaron que la guadaña comenzará a actuar sobre los porteños. ¿Hay alguna diferencia entre un consumidor de Barrio Parque y otro de las Lomas de San Isidro? Sí: que la Capital Federal votó a Pro, no al Frente para la Victoria. Es cierto que los vecinos de la ciudad de Buenos Aires le dieron después el triunfo a Cristina Kirchner. Pero, por lo visto, siguen dando asco.
La segmentación discrecional de los subsidios según el sector de la economía en el que esté radicado el subsidiado esconde también una estrategia cambiaria. Asignar costos distintos a cada tipo de empresa es una forma de fijar distintos tipos de cambio. Es el sueño de Ignacio de Mendiguren, quien para no hablar de "devaluación selectiva" se refiere a "creación de espacios internos de competitividad". Habrá que ver cómo se los explica a los asociados de la UIA que se sienten castigados con las novedades de ayer.
La retórica con que se están comunicando estas medidas ofrece también una peculiaridad del Gobierno, que es un nivel razonable de demagogia: el retiro de los subsidios no es un ajuste para equilibrar los números del Estado sino una penalización ejemplar de la riqueza.
Es un modo de envolver el bisturí. Un montaje. Porque para esta etapa menos festiva de su gestión económica el kirchnerismo todavía no cuenta con una explicación. Es decir: De Vido y Boudou se abstienen de consignar la razón por la cual ahora retiran lo que antes venían concediendo. Y tampoco justifican un comportamiento aun más enigmático: por qué los sectores más acomodados de la sociedad recibieron durante ocho años de administración nacional y popular semejante ayuda solidaria.
Para encontrar esa narración -o, como diría el experto en metamorfosis Horacio González, "para encontrar la forma inherente a esta presencia"- la Presidenta debería reconocer dos fracasos: el de la política de precios y el de la política energética. Los subsidios se han vuelto insostenibles, por un lado, porque la inflación se ha ido devorando el presupuesto del Estado. Y, por otro, porque se ha vuelto cada vez más costoso importar gas a más de US$ 10 por millón de BTU, cuando al productor local se le reconocen sólo US$ 2 por el mismo producto.
Cristina Kirchner se niega a hablar de la inflación. Y también a que la energía tenga un precio. Es la razón por la cual lo que se está llevando adelante no es un aumento de tarifas sino la aplicación de un impuesto, llamado "cargo tarifario", que no se destina a las empresas que suministran los servicios, sino a fideicomisos administrados por el Estado con criterios que se conocieron bien gracias al caso Skanska. Boudou lo aclaró ayer cuando reveló que "pagarán más los que tengan mayor capacidad contributiva". Es decir, no los que consuman más. Se debe haber escapado, porque ese criterio ya fue objetado en tribunales, donde muchas empresas consiguieron hace tres años medidas cautelares en contra de los cargos que se están universalizando en estos días.
Las compañías energéticas que pretendan un incremento en sus ingresos deberán esperar a que Guillermo Moreno examine sus costos y les fije su rentabilidad. A su vez esa operación depende del nivel de asimilación social del reajuste impositivo de ayer, que para algunas familias significará multiplicar por tres o por cuatro lo que pagan por la boleta de la luz. En definitiva: se trata de una disputa entre el Estado y las empresas de servicios por el bolsillo de los consumidores.
El impacto en la capacidad adquisitiva del público es una dimensión crucial de la nueva orientación oficial. Porque la fiesta que termina se sostuvo en el consumo. Todavía no hay economistas capaces de definir la gravitación de estas medidas en el nivel de actividad ni en la competitividad de algunas compañías exportadoras. También este problema está en la naturaleza del kirchnerismo: su gerenciamiento de la economía es pro cíclico. En la expansión, ilusionado con un presente eterno, estimula el consumo. En la desaceleración, enfría. Con el mundo en retracción y Brasil bajando de velocidad, sería la hora de aumentar el gasto, los subsidios y el salario. Pero esos recursos ya fueron agotados y en el peor momento hay que ajustar. Para ese karma no hay relato.