Por Juan José Llach Economista.
Profesor del IAE Universidad Austral
Ni el más prolijo rastreo de la historia reciente permite encontrar una tormenta cambiaria en un país con poco déficit fiscal, bajo endeudamiento público y privado, bancos solventes, precios externos favorables, equilibrio en el balance de pagos y en el que el gobierno acaba de ser reelecto con el 54% de los votos. Claro, la Argentina es también la economía más bimonetaria del mundo, con é de tenencias de dólares billete per capita -1300 por persona- y un total de 50.000 millones, la segunda después de Rusia.
También es nuestro el récord de activos externos de particulares por habitante -3600 dólares y un total de 144.000 millones-. Esto viene de lejos y se debe a otro triste record de 46 años de alta inflación (1945-1991) con muchos episodios de repudio o apropiación de activos financieros privados por parte del Estado.
Ni la convertibilidad ni la pesificación pudieron con este bimonetarismo, que hace más difícil el arte de la política económica y tiene como principal enemigo a la inflación. Haberla tolerado en los últimos cinco años es causa importante de los problemas cambiarios de hoy porque uno de los motores de la escasez de dólares es un aumento de su demanda por una expectativa de devaluación que nace de esa tolerancia a la inflación y de haber logrado estabilizarla al precio de retrasar el tipo de cambio y las tarifas públicas.
Al mismo tiempo, las políticas de los últimos años han dado lugar a una menor oferta neta de dólares por el sesgo antiexportador de la política comercial externa, que ha resultado más eficaz que las cuotas de importaciones en reducir dicha oferta neta; por la declinante inversión extranjera directa y por el magro financiamiento externo al sector privado y al sector público.
La escasez es pues consecuencia directa de las políticas económicas de los últimos cuatro años. El sistema de cuotas de importación, dicho sea de paso, tiene un claro sesgo inflacionario dado que permite un fluido traslado a precios de los aumentos de los costos.
El 31 de octubre se agregó otro error al optar por controles y racionamientos al uso de divisas -que tienden a exacerbar su demanda- en vez de apuntar a corregir las causas. Parecen desconocerse dos hechos relevantes. Ya hace muchos meses se proyectaba para 2011 un record de salida de capitales por el mercado cambiario, cercano a 25.000 millones de dólares. Por otro lado, el riesgo país (EMBIG) de la Argentina es el que más ha subido en Latinoamérica en 2011, un 66% desde principios de año, y es hoy cuatro veces mayor que el promedio sudamericano excluyendo a Ecuador y Venezuela.
Los daños colaterales del racionamiento se han manifestado en amplias brechas entre los tipos de cambio de mercado y el oficial, luego reducidas por intervenciones de toda índole; en fuertes aumentos de la tasa de interés; en dudas sobre la capacidad de los bancos de devolver los depósitos en dólares -a las que el BCRA respondió bajando sus encajes-y en entorpecimientos a la producción y las exportaciones por la escasez de los insumos importados.
Un eventual desdoblamiento del mercado de cambios podría ser mejor que el desorden de hoy, pero implicaría un nuevo gravamen a las exportaciones y, más tarde o más temprano, una menor oferta neta de divisas.
La menor excitación cambiaria de los últimos días no debe hacer creer que se ha resuelto el problema. Lejos de ello, si no se toman cuanto antes medidas capaces de restablecer la confianza centradas en un plan de estabilización asistiremos a cíclicas inquietudes cambiarias y al conocido y desgastador combate entre el dólar y las tasas con altos costos para el crecimiento.
Pareciera que la intención oficial es lograr una reducción gradual del crecimiento de variables nominales como la base monetaria -con la ayuda de la pérdida o estabilización de las reservas- y el gasto público y, eventualmente, pautas de aumentos salariales, todo ello convergiendo lentamente a un 20%.
Este enfoque es mucho menos eficaz que un programa de estabilización genuino y, contra lo que se pretende instalar, es también más costoso en términos de crecimiento del PIB. Un genuino plan estabilizador implica pautas conocidas de reducción gradual del crecimiento de las variables nominales y, al menos en un país con puja distributiva tan fuerte como la Argentina, un acuerdo de precios y salarios.
En ese marco es más factible convencer a la sociedad que la inflación empezará a bajar y lograr aumentos reales del tipo de cambio y de las tarifas.
El gran problema para el gobierno es que la alta inflación no existe, lo que parece impedirle el anuncio de un programa estabilizador. Por cierto, tal programa es condición necesaria pero no suficiente para tranquilizar el mercado cambiario y no entorpecer el crecimiento. La gradual eliminación del sesgo antiexportador de la política comercial también es esencial, y esto incluye desde los impuestos y cuotas a las exportaciones hasta la devolución a tiempo del IVA. Otro ingrediente esencial es el acceso al financiamiento para poder renovar los vencimientos de capital de la deuda pública -muy difícil sin recuperar la credibilidad del Indec-dejando de lado el uso de las reservas del BCRA a tal fin, al menos hasta que mejoren las condiciones de la economía global. Al gobierno le ha llegado la hora de la verdad y si no se actúa en consecuencia pueden venir tiempos más difíciles.