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Vivimos un nuevo episodio del prolongado conflicto entre el gobierno de la presidenta Cristina y los productores agropecuarios.

La discusión actual carece de la potencia y del sex appeal de la ocurrida en el primer semestre de 2008, que catapultó a la fama al vicepresidente Julio Cobos con su ya célebre voto “no positivo”.

Aquella discusión involucraba un problema de plata entre un gobierno que pretendía incrementar su participación en los supuestos ingresos extraordinarios de los productores de soja y agricultores que se resistían a pagar esos mayores impuestos, bajo el argumento de que el Gobierno sólo veía una parte del balance: los ingresos, pero no veía la otra: los costos y que, en términos netos, los ingresos extraordinarios no eran tales. A esa protesta contra la voracidad fiscal, se fueron sumando otros grupos de la sociedad que simpatizaron con la “causa sojera”, quizás por la convicción que transmitieron sus voceros. Quizás, por la virulencia y lo irrazonable de la respuesta oficial o por las consecuencias directas sobre el nivel de actividad general que significó la continuación del conflicto; la idea clara de que el único que podía solucionarlo era el Gobierno corrigiendo su medida.

Resulta curioso que posteriores muestras de esa voracidad fiscal, como la expropiación de los fondos de pensión, no hayan tenido el mismo tipo de respuesta pública. Es probable que por la ausencia de voceros creíbles y convincentes, o por la percepción de que se trataba de “plata futura”, pero no presente. O el que apoyo de la mayoría de los políticos a dicha medida haya creado en la opinión pública la visión de que el intento de sacarles más ingresos a los productores de soja era “malo”, mientras que quitarles los ahorros a los futuros jubilados y convertir aportes de los trabajadores para una cuenta personal en un impuesto era “bueno”.

Resulta curioso, además, el tenor de la discusión actual.

También es por plata. Pero no es por plata que se les saca a los productores y va a parar al fisco, sino que es por plata que no reciben los productores y se la quedan los exportadores, los fabricantes de harina y, en una proporción muy pequeña, los consumidores de productos fabricados con harina.

El Gobierno no sólo impuso retenciones a los precios de exportación de trigo (que reducen el precio que recibe el productor, por su cosecha, y aumentan los recursos públicos), lo que es común, en mayor o menor medida, a casi todos los productos que la Argentina exporta, sino que prohibir la libre comercialización externa del trigo que no se utiliza en el mercado interno hace que los productores reciban un precio aun menor al precio de exportación, descontadas las retenciones.

Un precio que surge de un mercado interno con “sobreoferta” de trigo, dado que la demanda externa, por las restricciones comentadas, resulta inferior a la que surgiría en un mercado libre para ese excedente que no se consume en el país.

En este caso, los agricultores no están protestando contra la voracidad fiscal, como en el caso de la soja, sino que están protestando contra una particular redistribución de parte de los ingresos que les corresponden a ellos, y que hoy van a parar, sin entenderse muy bien por qué, al bolsillo de los exportadores, molineros y a una proporción muy pequeña de los consumidores.

No hice la cuenta, pero estoy seguro de que se podría mantener el precio interno de la harina, si ése es el objetivo final y, simultáneamente, incrementar los ingresos de los productores sin costos para el Estado, aumentando en forma mínima las retenciones y eliminando las actuales restricciones al comercio de trigo, redistribuyendo, a favor de los productores, sólo el dinero que hoy perciben de más exportadores y molineros, y no el de los consumidores.

¿Por qué, entonces, el Gobierno insiste en este camino, en lugar de reconocer el error y corregirlo? Sinceramente, lo ignoro.

Probablemente considere que habiendo perdido, irremediablemente, los votos del campo, puede despertar cierta simpatía entre los votantes “progre”, enfrentarse a los “piquetes de la abundancia”, aunque, en la práctica, lo único que se hace es favorecer a multinacionales exportadoras o a empresas molineras.