Sobre todo desde que empieza a confirmarse que el cargamento salió de un aeropuerto del Gran Buenos Aires. La noticia de que la Argentina puede ser la base de operaciones de narcotraficantes capaces de ingresar en un solo vuelo casi una tonelada de cocaína en Europa se inscribe en un universo informativo cada vez más inquietante. Hace un mes, el vocero de las Madres de Plaza de Mayo, Sergio Schoklender, denunció que la ocupación ilegal del parque Indoamericano había sido inducida por bandas de narcos. Habían pasado pocos días desde que en el sitio WikiLeaks trascendió que la diplomacia norteamericana desconfía de la convicción del gobierno argentino para combatir el narcotráfico.

Durante 2009, las fuerzas de seguridad descubrieron más de 20 laboratorios que procesan drogas pesadas. En 2008, en General Rodríguez, fueron asesinados tres empresarios que comerciaban efedrina, vinculados a los principales mecenas electorales de Néstor y Cristina Kirchner.

Unos meses antes, la opinión pública se sacudió porque el shopping más famoso de Martínez había sido el escenario de un tiroteo entre los miembros de dos carteles internacionales de la droga. En septiembre de 2004, un vuelo de la empresa Southern Winds había trasladado a Madrid otro cargamento de cocaína.

El paisaje del crimen se está volviendo día a día más sombrío, pero la agenda pública argentina no termina de incorporar ese fenómeno.

Que la procedencia del vuelo haya sido un aeropuerto del conurbano plantea una incógnita crucial: qué estructura de poder ha venido dando cobertura a semejante movimiento de drogas. Es bastante obvio que ningún narcotraficante pone un cargamento que equivale a US$ 50 millones de dólares en manos de alguien que no ofrece garantías muy seguras de que no será descubierto.

Además, antes de transportar una mercadería tan costosa, Juliá debe haber practicado en numerosos viajes menos arriesgados. De las informaciones que llegan desde España hay una que descubre este aspecto del problema. Cuando detectó que serían detenidos, Gustavo Juliá dijo a su hermano Eduardo y a su copiloto Matías Miret: "Se ve que en algún lugar hay alguien con más banca que yo".

Gustavo Juliá tiene innumerables relaciones con la política, desde los tiempos en que su padre era jefe de la Fuerza Aérea y él, director financiero del PAMI. Su mano derecha, Carlos Luaces, también estuvo vinculado con algunos funcionarios de segunda línea de Carlos Menem. Sin embargo, esa trama de relaciones no alcanza para explicar cómo consiguió ingresar de manera rutinaria semejantes volúmenes de estupefacientes en un aeropuerto como el de Ezeiza o, más inesperado todavía, en una base militar como la de Morón.

Todavía no se sabe en cuál de las dos estaciones fue cargado el Challenger. El Gobierno, a través del aparato de difusión que le ofrece Sergio Spolsky con sus publicaciones, insistió durante varios días en que la droga había ingresado en la cabina en Cabo Verde. Pero, como la escala fue allí de 50 minutos, enseguida los funcionarios debieron admitir que los controles locales habían fallado.

Los datos que se conocen hasta ahora indican que el jet llegó a Buenos Aires desde Tampa (Florida, Estados Unidos) el 5 de noviembre pasado.

Entre ese día y el 29 de diciembre estuvo en Morón, a la vista de todo el mundo. Quienes utilizan a menudo esa base aseguran que, después del 29, nadie vio más el avión. ¿Lo llevaron a Ezeiza o lo encerraron en un hangar? Misterio. Aunque algunos empleados que prestan servicios en el aeropuerto militar optan por la segunda tesis porque vieron movimientos sospechosos.

La hipótesis de que la cocaína haya sido subida a la máquina en Morón sería bastante inconcebible, si no fuera por el vínculo que existe entre los viajeros -sobre todo los Juliá?con la Fuerza Aérea. De verificarse esta tesis, Cristina Kirchner; su ministro de Defensa, Arturo Puricelli; la ministra de Seguridad, Nilda Garré, y los altos mandos aeronáuticos, tendrían un dolor de cabeza.

Hay una información por desentrañar más interesante que la de quién ofrecía protección a Juliá: quién se la quitó.

El único dato conocido hasta ahora es que la Drug Enforcement Administration (DEA) avisó que el Challenger que salió de Ezeiza debía ser observado. ¿Alguien pasó el dato a la DEA? Los expertos en seguridad afirman que, por lo general, estas agencias estadounidenses realizan sus controles a través de efectivos de instituciones locales. En el caso de la DEA, tendría un vínculo sistemático con la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA). Curioso: es la fuerza que descubrió el tráfico, en este caso de dólares, del venezolano Guido Alejandro Antonini Wilson en el Aeroparque Jorge Newbery. Fue en agosto de 2007.

La posibilidad de que la PSA, o alguna otra fuerza local, haya alertado sobre la operación de Juliá es muy razonable. En cambio, las especulaciones acerca de los motivos políticos que podrían haber inspirado ese aviso tienen, al menos por ahora, un carácter literario. Pero algunos funcionarios del Gobierno, que siguen esta trama como meros observadores, se preguntan si el estallido de este escándalo de narcotráfico no será una venganza o una advertencia contra Nilda Garré, quien hasta hace semanas fue ministra de Defensa. Es decir: fue la responsable política de un área donde habrían estado ocurriendo procesos escabrosos.

Las teorías ingresan aquí en las brumas de la paranoia. No es para menos: Garré está enfrentada con casi todos los organismos de seguridad e inteligencia más relevantes del país. En algunos casos, como la Policía Federal o la policía bonaerense, por lo que hace. En otros, como la PSA o la Secretaría de Inteligencia, por lo que pretende hacer.

Hay interrogantes que deberían ser más fáciles de resolver. Por ejemplo, el de la propiedad del avión. Muchas versiones se refieren, como publicó La Nacion ayer, al empresario Carlos Sergi. Desde que se conoció la captura de los aviadores argentinos en Barcelona, en el ambiente de la aeronavegación circula la versión de que Sergi es el dueño del Challenger. Pero todavía no hay pruebas que lo demuestren. Sólo se sabe que quien realizó la operación de leasing de la aeronave fue Gustavo Juliá, y que lo hizo con la empresa Jet Lease, de los Estados Unidos. Se conoce también que el contrato de Jet Lease fue en beneficio de la compañía 604 Jet LLC, de Marc Lorberbaum. Y que el depósito inicial de 500.000 dólares para el alquiler lo aportó GG Gold Inc., una firma de la que se desconoce el propietario.

Hay otras razones que llevan las miradas hacia Sergi. La más importante, que publicó ayer La Nacion, es que los Juliá convocaron a Miret con el argumento de que había que trasladar a este empresario desde Ezeiza. Al parecer, cuando Miret advirtió que el viajero no llegaba, se le explicó que igual había que volar a Barcelona para traer a su familia. Pero, según su abogado, Andrés Marutián, Sergi y los suyos habrían estado durante todo ese tiempo en Punta del Este.

El ex director de Siemens está acusado de ser uno de los arquitectos del negociado de los DNI que investigan jueces alemanes y argentinos. Es lógico que, en caso de ser el dueño del avión, deba negarlo: el origen de su patrimonio está en la mira de los tribunales.

Sergi tiene vínculos antiquísimos con la Fuerza Aérea. Datan de la época en que era representante de la Collins. Los aviadores recuerdan bien sus relaciones con muchos brigadieres, entre ellos, Juliá.

Sergi supo hacer rendir esos vínculos hace poco tiempo: en 2008, cuando con un par de compinches de muchas andanzas pretendió quedarse con el negocio de la radarización, logró que un dictamen de la Aeronáutica anulara la cláusula por la cual el Estado no aceptaría como proveedor a intermediarias. Gracias a ese pronunciamiento -que se completó con otro del Ministerio de Defensa-, Sergi pudo aspirar a vender equipos Northrop a través de la empresa Tracktel.

La biografía de Sergi es sólo una demostración menor de la porosidad que ofrece el Estado argentino al montaje de actividades sospechosas, si no ilícitas. El episodio de Juliá, en cambio, agrava el diagnóstico. Los conceptos pueden ser menos elocuentes que algunos hechos. Anteayer, al cabo del allanamiento en el domicilio de Miret, la camioneta policial que debía trasladar la documentación decomisada se quedó sin batería. Al final, pudo arrancar: los familiares del acusado ayudaron a empujarla.