Algo parecido les está ocurriendo al oficialismo y a la oposición de cara a las elecciones presidenciales de este año. Unos y otros conocen cuáles son las fortalezas, debilidades y oportunidades de la Argentina. Y probablemente qué haya que consolidar, corregir o aprovechar. No aciertan, sin embargo, con un mensaje que resulte seductor y a la vez creíble para convencer a una gran proporción del electorado independiente, no politizado ni ideologizado.

Una de las raíces de esta carencia seguramente está en el modo de hacer política en la Argentina, donde abunda el lenguaje bélico. Confrontación, enemigos, lucha, conquistas, triunfos, derrotas, incondicionalidad, destitución, aprietes, bloqueos, resistencia, son términos que el periodismo extrae habitualmente de las declaraciones públicas de funcionarios, legisladores y dirigentes. En los últimos años, el kirchnerismo ha instalado además la lógica de dividir a los argentinos entre "nosotros y ellos", como si no hubiera cabida para todos, ni margen para acordar nada y el mandato de las urnas fuera atacar a quienes no los votaron.

Otra razón se encuentra en la táctica oficialista de tergiversar la realidad mediante la sistemática enunciación de medias verdades, que es la forma más sutil de mentir. Su correlato es un juego de opuestos de trazo grueso, en el que cualquier alteración del actual statu quo conduciría invariablemente a tragedias del pasado. Así, las opciones pasan a ser crecimiento con inflación o recesión; desborde de gastos discrecionales o ajuste ortodoxo; subsidios indiscriminados o exclusión social; intervencionismo estatal o capitalismo salvaje; clientelismo político o desempleo; inseguridad o crímenes policiales; corrupción o maniobras destituyentes. Todo sin escalas ni proporciones. De ahí que para evitarlas se justifique cualquier medio, incluso debilitar instituciones o desconocer derechos y obligaciones elementales.

Hasta el inesperado fallecimiento de Néstor Kirchner, este insólito esquema divisorio funcionó con cierta previsibilidad a costa de una caída en la popularidad del Gobierno, redimida post mórtem por NK. Pero las encuestas muestran fotos y no películas. La perspectiva indica que el oficialismo no está dispuesto a reconocer sus propios errores, lo cual torna difícil la posibilidad de corregirlos. Y la oposición, enfrascada en sus internas, tampoco logró hasta ahora elaborar un discurso alternativo que proponga cómo resolver lo que critica, más allá del voluntarismo. Como ni unos ni otros anticipan qué harían a partir de 2012, es más difícil entusiasmar al electorado independiente o a las empresas para que inviertan a largo plazo. Esta miopía política hace que tampoco se forme conciencia de que el mundo le está ofreciendo a la Argentina una oportunidad formidable para seguir creciendo y resolver problemas sin crisis.

En uno u otro caso, el discurso que falta es relativamente sencillo de enunciar y bastante más complicado de poner en práctica: hacer mejor lo que está bien y arreglar lo que está mal, sin poner en peligro el fuerte crecimiento económico acumulado en los últimos ocho años. La buena noticia para los argentinos es que todavía hay margen para encarar ambas cosas; a diferencia del pasado, la economía tiene excedentes de divisas y recaudación tributaria para emplear racionalmente. La mala para los candidatos es que necesitarían sincerar diagnósticos, reconocer errores, formar equipos competentes y trabajar en planes y políticas que puedan medirse por la calidad de sus resultados y no sólo por la cantidad de recursos fiscales puestos en juego.

Nada de esto será fácil sin consensos ni acuerdos políticos amplios.

Un primer paso es llamar a las cosas por su nombre. No se puede pretender un país serio con una inflación de 25% anual, en un mundo con inflación de un dígito; ni mucho menos falsificar las estadísticas oficiales para ocultarla. También resulta necesario desmitificar la creencia de que es la contrapartida de un alto crecimiento. No hace falta más que asomarse al vecindario sudamericano (Brasil, Uruguay, Chile) para advertir la falsedad de este argumento populista. En realidad, encubre la falta de voluntad política de hacer sintonía fina con las principales variables macroeconómicas (gasto discrecional, subsidios a granel, expansión monetaria, crédito al consumo, ajustes salariales, etcétera) para evitar que siga realimentándose. Un esquema de metas de inflación decrecientes, que cuente con amplio respaldo político, sería una vía apta para encarrilar este problema clave. Sin embargo, un escollo importante es que un tercio del electorado tiene menos de 35 años, no sufrió las consecuencias de la alta inflación de los 70, los 80 y principios de los 90 y, por lo tanto, mantiene la "ilusión" (monetaria) de poder ganarle, como ocurre en el camino de ida hacia todas las adicciones.

Desentenderse de la inflación significa desentenderse de la pobreza. Por más que se ponga plata en el bolsillo de mucha gente para que pueda sobrellevarla -la asignación universal por hijo (AUH) ha sido un avance-, esto no evita una mayor desigualdad en los ingresos reales. Sobre todo cuando la desocupación es alta en los sectores más pobres (23%) y el empleo en negro se mantiene en 35%. Algún régimen simplificado de formalización laboral y otro de capacitación ligada a planes sociales harán falta más temprano que tarde para mejorar la inclusión.

Pero, además, el crecimiento con inflación no ayuda a reducir la pobreza estructural que afecta a casi un tercio de la población y se traduce en déficit de vivienda, agua potable, cloacas, urbanización de villas, educación y atención sanitaria. Es cierto que durante la administración K se multiplicó el gasto y la inversión en sectores sociales; pero sin rendición de cuentas y con un criterio de caja más clientelista (gobernadores e intendentes aliados) que planificado en términos de prioridades, objetivos y resultados. Tampoco es suficiente dictar leyes para apoyar la educación, si se distraen enormes recursos con otros fines: aún no se logró aplicar la doble escolaridad obligatoria en la enseñanza secundaria por falta de fondos, cuando al mismo tiempo el Gobierno acaba de ampliar el presupuesto 2010 en 15.000 millones de dólares sin pasar por el Congreso. Este sesgo es modificable. Una prueba de ello ha sido la rehabilitación de las escuelas técnicas, que muestran un significativo incremento de matrícula (60%) y mejores perspectivas para sus egresados.

Sin un mayor control del destino del gasto tampoco se puede racionalizar la indiscriminada política de subsidios a la energía y el transporte para mantener congeladas las tarifas. Esta cuenta ya suma 12.000 millones de dólares anuales y equivale, por ejemplo, al gasto total de todo el sistema de salud, público y privado. Llevará años corregir esta distorsión sin ajustes traumáticos. Sin embargo, la bancarización (con tarjeta de débito) de quienes reciben la AUH permitiría redirigir y focalizar los subsidios en quienes realmente los necesitan y liberar fondos públicos para fines sociales bien aplicados y estimular la producción de energía. Tampoco tiene sentido redistributivo que, a través del impuesto inflacionario para cubrir un creciente gasto público sin transparencia, los más pobres financien el déficit de Aerolíneas Argentinas (más de 400 millones de dólares anuales) o de los clubes de fútbol a través de la televisación estatal. Ciertamente estas realidades no configuran una perspectiva atractiva para los candidatos en busca de votos y mucho menos en una Argentina habituada durante décadas, en épocas de bonanza consumista, al viaje ahora y pague después.

Sin embargo, este cuadro no es estático sino dinámico. El sector privado de la economía podría realizar un importante aporte adicional de inversión, producción, trabajo y exportaciones si tuviera certezas de estabilidad y políticas más previsibles. En lo que va del siglo XXI el mundo cambió. Hoy los países emergentes son los que más crecen. Entre ellos se encuentran China y Brasil, los principales clientes de la Argentina en productos agrícolas e industriales de alto valor agregado (automotores, metalurgia). Los términos de intercambio (precios de exportación vs. importación) son los más favorables en más de un siglo -especialmente en alimentos- y tienen perspectivas de mantenerse, ya que cientos de millones de personas se incorporan al consumo en mercados gigantescos como China y la India. La Argentina también cambió su perfil productivo, con importantes innovaciones tecnológicas y de organización en el sector agropecuario y agroindustrial, avances en biocombustibles y en exportación de minería y servicios (software, turismo, ingeniería y construcciones industriales, contenidos de televisión, medicina, diseño, etcétera). El mercado interno de bienes y servicios también se expandió sustancialmente en los últimos ocho años, cuando el PBI creció a un promedio récord de 8,2% anual. La inversión en infraestructura y energía, en cambio, fue a la zaga de este crecimiento, al igual que el crédito a la producción, pero pueden recuperar terreno.

Una nueva agenda productiva -con mayor articulación institucional público-privada- es posible, al igual que una nueva agenda político-institucional, que genere más confianza en el futuro. Aunque no tuvo demasiada repercusión pública, días antes de finalizar 2010 los equipos de las principales fuerzas de la oposición se comprometieron a asegurar la gobernabilidad, el diálogo, el Estado de Derecho y la seguridad jurídica, así como a buscar consensos en políticas de Estado para el desarrollo económico y social. Por delante tienen ahora el desafío de darles contenido con propuestas concretas. También sería deseable que el kirchnerismo se decidiera a actualizar sus métodos y políticas de acuerdo con la realidad de la primera década de este siglo y relegara las nostalgias setentistas. En la Argentina hace falta un nuevo discurso para el futuro y no nuevos relatos de la historia a cargo de viejos caudillos. La incógnita es si aparecerán o no dirigentes capaces de interpretarlo.