Se diría que quiere dar la impresión de que promueve un cambio atento a sus reclamos. ¿Fin de la autocracia? ¿Murió con Néstor Kirchner la necesidad de concebir el ejercicio de la política como beligerancia perpetua? ¿Enviudar significó también poner fin al ostracismo del sentido común? ¿Ante quién estamos? ¿Ante una presidenta liberada de una tutela despótica? ¿Ante una voz postergada que recupera protagonismo y se abre al diálogo con sus adversarios?
Quien rinda tributo a las apariencias y pase por alto lo decisivo, no dudará en afirmarlo. No confundamos, empero, las imposiciones de una inminente campaña electoral con las transformaciones sustanciales nacidas de un espíritu autocrítico. El Gobierno no cambiará de rumbo, aunque cambie de táctica. Sus más altos representantes tienen, si se quiere, el mérito de la constancia, pero no el de la sensatez, como bien lo prueba el estallido de los hechos recientes. Aferrada desde siempre al populismo, Cristina Kirch- ner optó por la inoperancia y puso al desnudo, otra vez, su afición a la demagogia. No encaró a fondo el problema de la vivienda y menos aún el de la pobreza; fue indiferente al auge del narcotráfico y alentó la justicia por mano propia al favorecer la acción directa donde debía imperar el Estado. Seamos francos: el año que despedimos no termina bien. Abundan los muertos sembrados por la violencia. Resalta la ausencia de la ley en la tramitación de los conflictos sociales. Los opositores aún no lograron dejar atrás el berenjenal de mezquindades que empobrece a la política. Crece el desierto conceptual donde deberían abundar las ideas.
Las dos últimas administraciones -la de Néstor Kirchner y la actual- no han contribuido a profundizar el tránsito desde el autoritarismo a la democracia representativa. Todo lo contrario. Reforzaron los mecanismos de intolerancia al disenso, despreciaron los partidos, se burlaron del federalismo, instrumentaron sin pausa la pobreza, respaldaron el sindicalismo extorsivo, manipularon las investiduras y la tarea parlamentaria. Sus logros parciales se opacan a la luz del caudal abrumador de sus transgresiones.
Si de honrar la memoria se trata, en vísperas de las próximas elecciones, no se puede menos que recordar qué rápido se evaporaron de la gestión de la Presidenta las inflexiones republicanas que poblaron su discurso de campaña en 2007. La Argentina política sigue siendo monótona en sus prácticas, a fuerza de ser repetitiva en sus propuestas. El repertorio de problemas que la afectan se reitera con la rigidez de lo invariable. Y la hora de las innovaciones imprescindibles demora su irrupción como un sueño nuevamente postergado. Con instituciones endebles y sin partidos políticos fortalecidos por la riqueza del pensamiento programático, la expectativa democrática no atina con el camino que potencie su esperanza.
La ineptitud demostrada por el Estado ante la violencia social en curso probó que el poder no está dispuesto a dejarse acotar por las imposiciones de la ley. Fue preciso que Néstor Kirchner desapareciera para que el gobierno nacional admitiese, si bien tardíamente, el trágico relieve alcanzado por la inseguridad social. Aun así, la Presidenta insiste en enmascarar la responsabilidad que le cabe a su gestión en lo que hace al crecimiento del vandalismo y el ahondamiento de la ilegalidad. Prefiere, una vez más, postularse como víctima de sórdidos propósitos desestabilizadores. Al proponerse como blanco de una conjura generalizada, Cristina Fernández busca inscribir los padecimientos que le acarrea su presunto progresismo en el centro de un acoso antidemocrático impulsado por el PO, Pro y un sector del Peronismo Federal, todos ellos caratulados como igualmente extremistas. De más está decir que el planteo, de tan viejo, huele a rancio y que recuerda una de las prácticas más usuales del fascismo. Si de ganar credibilidad se trata, Cristina Fernández ha optado por el menos rentable de los caminos. Jamás admitirá ella que el kirchnerismo lleva años subestimando las brutales evidencias del auge del narcotráfico, del aumento de la marginalidad y la expansión del delito urbano y suburbano. La patria piquetera y las banderas de la llamada democracia directa no tienen otro auspiciante que el Gobierno; un gobierno al que, por cierto, no amenaza un presunto acoso golpista sino el océano de contradicciones y oscuros intereses en que vive sumergido, la desconfianza que generan sus errores renegados y la falta de probidad que evidencia para desempeñar sus funciones en consonancia con un marco institucional bien afianzado. Nadie, ni aun sus más tenaces adversarios, desean otra cosa que verlo extinguirse al cabo de su legítimo mandato constitucional.
No pocas veces, la copa que alzamos cada fin de año simboliza el triunfo de la esperanza sobre las frustraciones que impone la experiencia. Hoy vuelve a ser así. El año 10, políticamente hablando, termina mal. Un oficialismo ciegamente aferrado a su incompetencia frente al drama social y una oposición todavía desarticulada que está lejos de haber revitalizado el papel de los partidos, ponen de manifiesto la fragilidad en que se encuentra la República. No obstante, como digo, la esperanza no quiere renunciar a su papel. Y es comprensible que así sea. Dejar de soñar con un país mejor equivale a resignarse a que la decadencia administre la historia.
Durante siete años, con su implacable intransigencia, el kirchnerismo contribuyó a que la inseguridad prosperara. La nutrió, la justificó y miró sin ver sus consecuencias, por no decir que lo hizo con soberbia. Ahora, desbordado por ella, accede a crear un ministerio para combatirla. ¿Ha descubierto que la mayor parte de la sociedad no quiere vivir fuera de la ley? No, por cierto. Lo que ha descubierto es que la transgresión de la ley amenaza con vulnerar su propia estabilidad; difícil tarea, la que se impone un gobierno que construyó su protagonismo subestimando lo que en estos días parece empezar a importarle. El oficialismo aspira a presentarse ahora como su mejor competidor. Quiere hacer olvidar su pasado con urgencia allí donde la conciencia de sus desaciertos es más profunda y perseverante. Y ello mediante un barniz innovador que seduzca al menos a una franja del electorado disidente.
Al igual que el oficialismo, los opositores han abundado y abundan en el culto de las apariencias. Sobran los postulantes a la más alta magistratura y faltan las convergencias veraces que privilegien las políticas de Estado sobre el fulgor de los postulantes. Tampoco a ellos les resulta fácil revertir la desconfianza sembrada. De manera que unos y otros deben generar credibilidad donde han diseminado tanta confusión y desencanto.
La lógica maniquea ha fatigado a la clase media. Ya es tarde para seguir practicándola con éxito allí donde la mayoría del electorado exige cordura y responsabilidad. Esa mayoría sabe que la lucha entre vecinos y usurpadores de terrenos -al igual que tantas otras a ella emparentadas- sólo cesará el día en que los desposeídos tengan la oportunidad de encontrar en la ley la oferta fundamental que el Estado les adeuda.
El año finaliza dejando a la vista esta gravísima confluencia entre la multiplicación de expresiones de la acción directa y la volatilización del Estado que retrasa dramáticamente el proceso de reconstrucción de nuestras instituciones. La República, sin ellas, linda con lo espectral.
Vale la pena repetirlo: una ola de disconformidad se abate por igual sobre el oficialismo y la oposición. Ella resulta de los reiterados desaciertos que una y otra han evidenciado en la comprensión de las necesidades colectivas. La gente del llano sigue sabiendo hoy, mejor que sus dirigentes, qué resulta indispensable para reconstruir el país. Nadie, en esa medida, reclama ya el fin de la política sino su perfeccionamiento, su marcha eficiente hacia el horizonte de la justicia, del sentido común y la pacificación. Acaso esta sólida evidencia sea, por lo medular, la buena noticia que cabe subrayar al terminar este año.